En el año 1945 Alexandre Koyré (1892-1962), francés de origen ruso, publicó una pequeña obra titulada El papel político de la mentira moderna. Filósofo e historiador de la ciencia, admirado por Lacan o Foucault, mereció este elogio de Raymond Aron en sus Memorias: “[…] había combatido en la Primera Guerra (aunque jamás hablaba de ello). Admirable historiador de la filosofía y de la ciencia, abarcaba un inmenso terreno, desde la mística alemana hasta el pensamiento ruso del siglo XIX y los estudios sobre Galileo, con justicia clásicos en todos los países. […] jamás se dejó tentar por el comunismo, ni siquiera cuando la Gran Depresión parecía confirmar las previsiones de Marx. Brillaba entre los espíritus excepcionales no tanto por el talento, sino por la modestia, por la búsqueda escrupulosa y paciente de la verdad, por el rigor moral”.
Koyré afirmaba en aquel libro que los regímenes totalitarios “se fundan sobre la primacía de la mentira”. Esto, que es del todo cierto, puede aplicarse también a partidos que, en el contexto de una democracia pluralista, aspiran a establecer un régimen político de aquella naturaleza cuya orientación última queda velada por una propaganda política que utiliza como arma la mentira.
Se me dirá que en dosis más o menos fuertes la mentira está presente también en las formulaciones teóricas y en la praxis de los partidos que, para entendernos, podemos llamar democráticos. Pero en este último caso se trata de mentiras -tan reprobables como las otras- que tienen un carácter “circunstancial”, por llamarlo de alguna manera, pero no forman parte de una “mentira orgánica”, producto de un pensamiento globalmente engañoso.
Esa mentira totalitaria se basa en definitiva en un desprecio de la moral. Este desprecio es patente en Lenin que, en su Discurso a las Juventudes Comunistas afirmaba: “nuestra moral está enteramente subordinada a los intereses de la lucha de clases del proletariado”; o “es moral lo que sirve para destruir la antigua sociedad explotadora y para agrupar a todos los trabajadores alrededor del proletariado, creador de la nueva sociedad comunista”; o “la base de la moral comunista está en la lucha por consolidar y llevar a su término el comunismo”. El fin siempre justifica los medios.
Esa moralidad ajena a cualquier exigencia de base antropológica requiere la utilización cotidiana de la mentira
Esta moralidad circunstancial, utilitaria, ajena a cualquier exigencia de base antropológica, requiere la utilización cotidiana de la mentira para su existencia: la mentira resulta ser necesaria para la implantación de la moral leninista y el correspondiente régimen político. En este sistema de pensamiento, las verdades parciales que utilizan sus dirigentes -la existencia de corrupción, desigualdades o injusticias concretas, por poner solo unos ejemplos-, están al servicio de una mentira total y las verdades parciales sirven para dar apariencia de una veracidad que sirve para ocultar la ideología real.
Decía Koyré: “la mentirá será [se entiende para esos sujetos] más que una virtud. Será la condición de su existencia, su modo de ser cotidiano, fundamental, primordial”. Y añade que lo propio de esta mentalidad totalitaria es “ocultar lo que se es y, para poder hacerlo, simular lo que no se es[…]”.
Los medios deben tener en cuenta que no es cierto que todas las ideas contribuyan a la existencia de la democracia
Esa mentira totalitaria es más dañina cuando vive en el contexto de un democracia, como sucede en España. La irresponsabilidad de algunos medios de comunicación -que malentienden lo que significa la libertad de expresión-, les hace erigirse en voceros de esa ideología totalitaria porque con ello crecen en índice de audiencia o aumentan el número de lectores de sus periódicos. No es verdad que todas las ideas contribuyan a la existencia de la democracia y el Estado de Derecho.
La libertad de expresión, en efecto, no puede impedir la circulación de esas ideas, pero los medios de comunicación, que tienen una dimensión institucional, no pueden ser neutrales ante la mentira que sustenta las ideologías que persiguen acabar con la democracia y el Estado de Derecho. Se produce, en las actuales circunstancias, un extraño maridaje, un entramado negocial, entre la ideología totalitaria y los medios de comunicación capitalistas que cambian audiencia por propaganda. El dinero corrompe el sentido de responsabilidad social que debería animar a los medios al convertir el espacio de la opinión pública en un espectáculo de demagogia ajena a cualquier exigencia del bien común.
Las ideologías ocultas que mantienen algunos partidos van contra la idea de Estado social y democrático de Derecho
Las ideologías ocultas que mantienen esos partidos o coaliciones van contra la idea de Estado social y democrático de Derecho; desconocen los derechos fundamentales y atentan contra la dignidad humana al violentar la inteligencia con la mentira. A esto se añade un ejercicio autoritario del poder -antidemocracia-, por mucho que las decisiones políticas se presenten como un producto asambleario.
Esto no es una afirmación gratuita. Basta observar algunos comportamientos concretos de quienes en España se mueven en este ámbito ideológico oculto para corroborar lo que digo: las informaciones muestran que han desconocido la debida protección de la juventud y la infancia; se han mofado de las creencias religiosas de la mayoría de la población; han mostrado un profundo desprecio por las exigencias del Derecho y han sacrificado el bien común en favor de los objetivos políticos que les animan.
De política, de la mentira política, trata este breve ensayo recuperado ahora por Pasos Perdidos que Alexandre Koyré escribió en 1943 pensando en los totalitarismos, particularmente el alemán, que habían llevado al continente a una sangrienta guerra que inevitablemente se había hecho mundial. Pero su penetrante estudio sobre la maliciosa técnica totalitaria de la mentira en segundo grado –traducido y prologado por Fernando Sánchez Pintado– también ofrece interesantes lecciones sobre el ejercicio de la política en nuestros días. Koyré concluye que las masas de las democracias aliadas, al contrario que las sociedades de los países del Eje, demostraron entonces ser refractarias al juego de espejos totalitario; pero sus argucias, y así lo sugiere Sánchez Pintado, se han acabado filtrando en los sistemas de libertades hasta contaminar fatalmente su desarrollo. Mira a tu alrededor, hojea tu periódico favorito; no te costará encontrarlas.
Es frecuente en estos últimos años escuchar desde cualquier altavoz mediático una reclamación cada vez más absurda: «queremos saber la verdad». A menudo, la obstinación con la que se exige esa verdadpresupone que no han sido pocas las mentiras interesadas que la han ocultado. Y, sin embargo, la sensación es que, como la propaganda política más eficaz, esa exigencia acaba por convertir a laverdad en algo puramente metafísico. Inalcanzable o, más bien, inexistente. Otra mentira, esta de segundo grado, que apoyada en el carácter presuntamente intachable de la reclamación se extiende en el tiempo como un misterio sin resolver. O como una mancha de petróleo indeleble a cualquier intento de limpieza. Porque en el momento en el que la propaganda interviene en esa exigencia de verdad, en el mismo instante en el que se abre una brecha entre un nosotros y un los otros, todo parece indicar que hemos abandonado el territorio de la verdad. Porque sea cual sea el resultado, no será igual para todos.
Alexandre Koyré escribió en 1943, en pleno furor nazi, un panfleto sobre la función política de la mentira moderna. Harto de Goebbels y de la imbécil complicidad de la aristocracia europea, el autor de los Estudios galileanos lanzaba una reflexión cuyo efecto calculaba a medio-largo plazo, en forma de advertencia para las generaciones venideras. Y es que aquella época era un tiempo para la producción constante de mentiras, tal y como explica el protagonista de Madre noche, de Kurt Vonnegut. En cadena y dirigidas hacia la masa. Por tanto, como afirmaba Koyré, de baja estofa. Mentiras poco elaboradas que, sin embargo, resultaban efectivas y pegadizas. Que contribuían a crear un clima de enfrentamiento perpetuo; un nosotros contra un los otros. Mentiras para las que la verdad no radicaba en su valor universal, sino en su conformidad con criterios biologicistas, de raza y de sexo. Por tanto, mentiras que sostenían a las elites nazis frente a la masa, como una conspiración que se llevaba a cabo a plena luz del día.
Para Koyré, lo que ponen de relieve el nazismo y otros regímenes es su tesón a la hora de fundar una antropología totalitaria. La claudicación del pensamiento sobre el mito, la efectividad de la retórica como instrumento para despertar las altas pasiones y los bajos instintos; ese esfuerzo denodado por buscar al rebaño, a los tontos, que solo unos pocos pastores pueden conducir sin verse perturbados por su espíritu crítico. En definitiva, un paisaje en el que la verdad (la de Hitler) puede soltarse a bocajarro en un mitin callejero sin rubor ni miedo a la persecución. Como un runrún que cala poco a poco, que seduce y excita y reclama, pero que de manera subterránea se dedica a erosionar los mimbres con los que se puede mantener la confianza en el lenguaje y, por extensión, en el mundo. Ese mundo que el lenguaje nazi socavó hasta su destrucción.
Se puede decir que Koyré perfila en la función propagandística de la mentira lo que Theodor Adorno rastreaba en el tumultuoso cambio de siglo para el entorno rural alemán (véase su breve ensayo La educación después de Auschwitz). Una explicación, un motivo para entender cómo la sinrazón nazi se ha extendido hasta tal punto por el mapa de Europa. De ahí que su apelación a la antropología, a la creación interesada de ese estado de guerra permanente, sean tal vez las contribuciones más lúcidas de este pequeño opúsculo. En particular, por lo que suponen de evolución moderna de una retórica clásica que solo hubo de adaptarse al entorno del hombre-masa. Aunque paradójicamente sean las aristocracias venidas a menos quienes proporcionen combustible para los disparates de Hitler. O dicho de otra manera, las que abonen esa búsqueda de un elite por encima del resto. De un destino y una separación. Todo ello, claro está, apoyado bajo criterios biologicistas. La raza über alles. Y es que, como afirmaba Koyré, no dejaba de ser curioso que la masa estúpida fuese la que no tragase con los embelecos nazis y, en cambio, la cultivada clase alta germana fuese el hatajo de imbéciles que le concedían su favor.
A casi un siglo de distancia podemos afirmar sin dificultad que la función política de la mentira, llámese hipocresía, propaganda o media verdad, trabaja a toda máquina. Si Karl Jaspers se preguntaba en un opúsculo por el problema de la culpa y la estructura psicológica de la Alemania de posguerra, en la que la desnazificación no podía realizarse de la noche a la mañana, quizá nosotros deberíamos preguntarnos (o preocuparnos) por la calidad que atribuimos a los mensajes políticos recibidos. A esa trinchera entre bandos opuestos de la que no parece que podamos salir, mientras las palabras pierden su valor y el relato del mundo, de nuestro mundo, se resquebraja poco a poco. Porque sea cual sea el resultado, no será igual para todos.
La primera condición será cumplir con Alexandre Koyré, autor de un librito cuya luz difícilmente resistirías: 'La función política de la mentira moderna' (Pasos perdidos). Cumplir con ese momento que caracteriza, a su afinado juicio, el tránsito del régimen totalitario al democrático: cuando a la primacía de la mentira le sucede la primacía de la verdad.
El periodismo es poesía y solo los muy prosaicos son incapaces de apreciarlo. Este titular de El País:
«Los empresarios alertan del riesgo de desgobierno en Cataluña»
¡Después de años de desgobierno los empresarios se deciden por la alerta ante el riesgo!
¿Se puede sintetizar en menos palabras la irresponsabilidad, la cobardía y la torpeza de un poder fáctico concluyente, solo superado en todo ello, menos en lo concluyente, por sus pares parias, los sindicatos de Cataluña?
Y esto de Koyré sobre la masa catalana, porque sí.
«Las masas creen todo lo que se les dice, a condición de que se les diga con la suficiente insistencia, a condición de que se halague sus pasiones, su odio, su miedo. Es, pues, inútil no traspasar los límites de lo verosímil. Todo lo contrario, cuanto más burdas, descaradas y crudas sean las mentiras, más fácilmente serán creídas y seguidas. De igual manera es inútil tratar de evitar las contradicciones: la masa no las percibirá nunca; también es inútil esforzarse en coordinar el discurso dirigido a unos con el dirigido a otros: nadie creerá lo que se dice a los demás y, sin embargo, todo el mundo creerá lo que se le dice a él. Es inútil buscar la coherencia: la masa no tiene memoria; es inútil ocultar la verdad: la masa es radicalmente incapaz de percibirla; es inútil incluso aparentar que no se la engaña: no comprenderá nunca que tiene que ver con ella, que tiene que ver con el tratamiento a la que se la somete.»
Llega a casa, inesperado y silencioso, La función política de la mentira moderna, de Alexandre Koyré, editado por Pasos perdidos. No lo conozco ni sé quién es Koyré. Pero es bien sabido que este tipo de libros son mi literatura erótica, y un gran peligro que me los lleve a la siesta. El libro lo prologa y traduce Fernando Sánchez Pintado. Su prólogo es el de alguien que sabe de lo que habla. «No es ninguna novedad que se sigan produciendo las mentiras y las mistificaciones clásicas, hechas de manera intencionada y consciente, y que sean tan desvergonzadas como aquellas a las que se refiere Koyré. Su propósito sigue siendo el mismo: hacer creer que lo falso es verdadero hasta el punto de que la realidad termine siendo algo incomprensible sin recurrir a la mentira.» Esta última frase es cumbre. Obviamente estoy hablando de la pestilencia. Y de esta frase de María Zambrano que dejaba ayer Andrea Mármol en la bolsa de la basura: «Para comprender la historia en su totalidad hay que admitir lo increíble, hay que constatar lo absurdo y registrarlo.» Lo que está pasando en Cataluña se hace de pronto luminoso cuando uno está dispuesto a creerse la mentira. Toda nuestra incomodidad, nuestra angustia y nuestra desesperación parten de no asumir la mentira. En cuanto mientes no solo comprendes sino que empiezas a sentirte mejor.
El prologuista alude también, con ecos de Orwell, al rasgo fundamental del totalitarismo, que es «la primacía de la mentira», cuya herencia se advierte en las democracias «a pesar de su victoria militar y política». Esta herencia es el asunto clave y la mejor manera de leer este ensayito extraordinario y alentador. Internet, ese lugar donde todo es mentira hasta que no se demuestre lo contrario, oops.cit, ha reforzado hasta límites insospechados la primacía de la mentira. Y lo devastador: en nombre de la democracia