una forma de pensar el fanatismo
Como una prólogo macabro, el terrorismo llamó a la puerta de François Hollande meses antes de ser presidente en 2012. Pese a que el radicalizado Mohamed Merah asaltó un colegio judío de Toulouse y mató a tres niños, cerrando una serie de asesinatos retransmitidos con una Go Pro, el entonces candidato socialista apenas se refirió al terrorismo en campaña. Más tarde, los casi 240 muertos en sus dos últimos años de mandato pesaron sobre él como una losa infinita. Y aunque hubo más, como paradoja, con el último atentado en los Campos Elíseos en la cuenta atrás de su mandato, Daesh no influyó en las elecciones como sí lo ha hecho en Reino Unido. El trauma de los atentados, que ha llevado a toda una generación a sospechar de las grandes multitudes, viene asociado al fanatismo de unos desbocados caballos de Dios, como el título de una película marroquí donde varios jóvenes, habitantes de chabolas, atentaron en Casablanca en uno de los peores ataques terroristas en Marruecos con 45 muertos.
El filósofo Nicolas Grimaldi (París, 1933), profesor emérito de la Universidad de la Sorbona, ha dedicado su último libro, «Los nuevos sonámbulos» (Editorial Pasos Perdidos), a reflexionar sobre las raíces del fanatismo y de los terroristas que asesinan en nombre de una idea como si fueran sonámbulos. La prensa francesa se debate sobre si el fenómeno de Daesh en Europa se debe a la islamización del radicalismo, sostenido por el islamólogo Olivier Roy, o a la radicalización del islam, defendido por su colega Gilles Kepel. «Para Roy, todo tiene que ver más con el nihilismo de la juventud, antes con las Brigadas Rojas en Italia, o la Facción del Ejército Rojo, en Alemania, y ahora con estas «brigadas verdes», dijo Kepel a este periódico en una entrevista el pasado diciembre. «Olivier Roy considera que la ideología no tiene ninguna importancia. No digo solo que sea únicamente la radicalización del islam, hay que tener en cuenta los factores sociales, pero él exonera el islam de todo. No se trata de criminalizar el islam, sino de ver que hay una guerra en el seno de la religión para lograr la hegemonía». En su libro, Grimaldi compara los fanatismos, va a su raíz en el hombre y sus apariciones en campos tan insospechados como el arte.
En su ensayo sostiene que el fanatismo ha existido y existirá siempre.
Estamos frente a un hecho sociológico muy banal y expandido. Hay que recordar el mes de junio de 1848 en Francia o en 1870-1871, años en los que se degüella al obispo por ser obispo. También, las Brigadas Rojas en los años de plomo en Italia o la Fracción del Ejército Rojo en los años 70. No eran musulmanes y la religión no aparece en esos hechos. Hay un problema sociológico o psicopatológico porque una parte de la humanidad no se reconoce en la otra. Para que el fanatismo se desarrolle hace falta una grieta que desgarre la sociedad entera. Su origen puede ser económico, cultural o psicológico. Pero no hay ninguna homogeneidad en esos fanáticos: no son todos musulmanes. Unos han sido creados en familias católicas, luteranas sin problemas y de repente sus compañeros reconocen en ellos un radicalismo. Nadie sabe qué ha pasado. Mi ensayo no intenta dilucidar el origen de esa grieta en la sociedad sino el muelle de cualquier fanatismo.
Insiste en que los fanáticos suprimen la realidad y actúan como si estuvieran ciegos.
Se dice que los fanáticos de Daesh tienen conocimientos precarios del islam. ¿Siempre ha sido así con otros fanatismos?
La Filosofía clásica ha pensado en general que la creencia era la consecuencia de un conocimiento precario, débil, como si se tratase de un tímido ante el conocimiento. Y me parece que es una equivocación. Lo mismo describió Ortega y Gasset en «El Espectador». Decía que los fanáticos eran aquellos que tomaban una creencia como algo más válido que cualquier evidencia. La creencia no sigue una timidez de conocimiento sino una arrogancia de la voluntad: creo porque me gusta creer, que cuando creo, creo lo que me gusta y lo que quiero creer. Siempre hemos pensado o creído que lo verdadero se impone por su misma naturaleza. Ahora bien, la experiencia nos pone en evidencia lo contrario. Por eso, en el ensayo recuerdo las discrepancias entre los pintores más famosos del S. XIX, y luego que esa discordancia terminó en el Dadaísmo.
¿También eran fanáticos los negacionistas del Holocausto?
Sí. Aunque hubiera 100.000 testimonios de víctimas de los campos de concentración, aunque los ejércitos rusos y americanos entraran en Alemania y grabaran lo que vieron, unos pocos no quieren creer y es un efecto de su voluntad. Les viene posible negar lo que saben, y aunque lo sepan no quieren creerlo. En el libro, evoco el atentado de Charlie Hebdo y me planteo que si esos jóvenes hubiesen buscado en Francia gente que les tuviera más simpatía y connivencia, no habrían podido encontrar a nadie como esos periodistas. Compartían ese militantismo contra el colonialismo y neocolonialismo, esa contracultura, etc. Eran sus «mejores amigos» y querían matarlos y los mataron. ¿Por qué? No quieren saber lo que saben. No quieren ver la realidad aunque actúen sobre ella. Se han hecho ciegos a la realidad. Están obsesionados por una idea. No es que sean religiosos y se hacen fanáticos, sino que son fanáticos y la religión les propone una coartada, algo para justificar su juego.
¿El fanatismo no tiene religión ni época?
Solo hay que mirar cuántos militantes se unieron al proyecto de Stalin para acabar con Trotski en México o la complicidad de un artista como (David Alfaro) Siqueiros. Tenemos que darnos cuenta de que es una patología social y sociológica. El fanatismo acompaña a la historia como su sombra, aunque la lucha de las clases sea siempre la misma. Cómo el otro pueda ser considerado como si no fuese un semejante, como si no fuéramos miembros de la misma sociedad. Cómo alguien experimenta eso.
¿Aceptaría matar a un grupo de personas para salvar a la sociedad?
Recuerdo que un filósofo judío del viejo Jerusalén me preguntó lo mismo. Le respondí que no: primero por razones morales y porque nunca en la historia las matanzas sirvieron para salvar a los demás. Se dice de manera muy vulgar que no se puede hacer una tortilla sin romper unos huevos, pero ¿cuántos huevos se han roto para la tortilla de la felicidad? No se trata de sacrificar a la humanidad para la salvación, sino por y para un sueño, para una quimera.
¿Todos podemos ser fanáticos?
Voy a recordar un pequeño dato del Mayo del 68: los alumnos querían prohibir entonces la enseñanza de Platón porque pensaban que Platón era desmovilizador. Voy a confesarle que los años que siguieron al 68, si hubiera estado en el poder, me habría gustado despedir al 20% de la gente de la Universidad porque me parecía que lo que perseguían era acabar con ella, hacían todo lo posible para destrozarla. De Gaulle, que no estaba dispuesto a que el Estado permitiera un levantamiento, se enfadó con Pompidou porque Pompidou no habría permitido una matanza: «A usted se le permitirá un fracaso, pero la historia no le tolerará una matanza», le dijo. Recuerde las persecuciones de la Iglesia en Francia, las de Felipe II en los Países Bajos, o en Francia las de Luis XIV contra los luteranos, los protestantes… fueron matanzas tremendas; no eran hombres. Todos podemos ser fanáticos si no estamos atentos, tenemos que estar en guardia siempre. Apenas hay una pequeña distancia entre cualquier juicio y el fanatismo. Cada uno está a punto de hacerse fanático en todo momento.
¿Hay vacuna?
Ese es el gran problema. No tengo respuesta para conseguir la vacuna. Se decía que la III República iba a terminar con el fanatismo mediante la enseñanza, puesto que la verdad nos hace a todos iguales. Para acabar con el fanatismo, en 1763 Voltaire escribió un tratado de la tolerancia y 30 años más tarde, un suspiro, los mismos discípulos de Voltaire fueron luego diputados en la Convención Nacional (Revolución Francesa), donde estaba Robespierre, y votaron la Ley de los Sospechosos (pedía la detención de todos los enemigos de la Revolución), que hizo de la intolerancia una virtud cínica. La vacuna contra el fanatismo sería el compromiso. La verdad en sí misma es intolerante. La Revolución Francesa tenía que acabar con el fanatismo y fue el origen del nuevo fanatismo, el terror. Lo mismo que con todas las revoluciones.
En campaña, muchos vaticinaban el final de la V República. ¿Qué ha supuesto la V República? ¿Veremos pronto su final?
La V República empezó en 1958 con una constitución parlamentaria y se reformó en 1962 para que al presidente, elegido por el pueblo entero, se le proporcionen poderes que ningún rey se hubiera atrevido a tener. Lo que caracteriza a la V República es un imperativo, no le preocupa tanto el consenso, sino que el Gobierno pueda gobernar. Es una democracia muy antidemocrática para que el gobierno acabe con la precariedad y los pequeños problemas ministeriales, cuando un Gobierno podía durar apenas unos meses. ¿La voz del pueblo será el terror o la voz de los diputados será el negocio? Como ciudadano no pido que se gobierne, espero ser administrado bien. Quisiera una administración fuerte y un Gobierno débil. Dicho esto, me parece que nos dirigimos hacia otra constitución.
[...] No hay respuestas concluyentes, pero una de las reflexiones mas jugosas sobre los nihilistas criminales es Los nuevos sonámbulos (ed. Pasos Perdidos), de un filósofo auténtico, Nicolás Grimaldi. [...]
Cuestión de creencia
De la misma forma en que Hermann Broch en su trilogía Los sonámbulos utiliza la imagen de aquellas personas que duermen y sueñan con los ojos abiertos, Nicolas Grimaldi con Los nuevos sonámbulos caracteriza a los terroristas que asolan Occidente, como ha ocurrido recientemente en Mánchester. El detonante de su ensayo es el atentado al semanario satírico Charlie Hebdo, donde mataron a doce personas al grito de “Alá es grande”. Grimaldi observa cómo “creían firmemente que eliminaban a unos impíos, a unos enemigos, a unos culpables, y al mismo tiempo sabían que delante no tenían más que a unos inofensivos bromistas. Esa es la paradoja de la creencia. Fingimos saber lo que ignoramos, al mismo tiempo que fingimos ignorar lo que sabemos”. Su visión sobre el terrorismo es también una exploración de una sociedad que ya no tiene reglas a seguir y, menos aún, para juzgarlas. Una situación que lleva a los terroristas, todos ellos europeos, a convertir las creencias imprecisas en certezas inapelables “porque todo es cuestión de creencia, y la creencia no es cuestión de sensibilidad o de convicción, sino únicamente de contagio por imitación, y de imitación por cobardía o timidez”.
La masacre cometida por un grupo de fanáticos islamistas en la sede de la revista Charlie Hebdo, en París un frío enero de 2015, llevó a Nicolás Grimaldi a completar su estudio sobre el fanatismo con este ensayo tan riguroso como escalofriante titulado Los nuevos sonámbulos. El filósofo francés, profesor emérito de la sorbona, mantiene que hay dos rasgos constitutivos de un delirio criminal como el que afecta a los terroristas: tomar la ficción por realidad y excluir de la humanidad a cualquiera que no comparta esta creencia. Esto define a un sonámbulo, aclara Grimaldi. Y a partir de ahí se propone leer la mente de uno de esos individuos que acechan a la gente normal y corriente donde menos sospecha. Un empeño colosal a simple vista, pues desde luego que la información extraída de esa inspección podría alumbrar métodos eficaces para combatir el terrorismo, si bien Grimaldi no pretende establecer una hoja de ruta ni proporcionar remedios fantasiosos a un problema tan grave como irresoluble, ya que ese estado es tan aleatorio que resulta imposible detectar a quien lo padece.
Lo que persigue en cambio no es sino alertar a la población de los peligros de esa ficción sobre la que se asientan determinadas creencias, ya sean religiosas o políticas, aunque en este libro sean las primeras las que prevalezcan, a veces por ser causa de las segundas. Grimaldi procura ser muy claro en la exposición de sus investigaciones, y de ahí que Los nuevos sonámbulos resulte una obra perfectamente comprensible para cualquier lector, dado que evita digresiones innecesarias centrándose en la enjundia del asunto que le ocupa. Con un lenguaje sencillo, bien plasmado en la traducción de Santiago Martín Bermúdez, la obra del filósofo parisino se convierte así en una lectura obligada para cualquiera que desee obtener información rigurosa sobre un asunto que afecta al mundo entero. Especialista en ética y metafísica, a Grimaldi no le habrá resultado demasiado complicado resumir en apenas 150 páginas la historia de las masacres a lo largo de los tiempos, si ha partido de una idea tan evidente como inquietante: “no hay nada más normal en un hombre que sorprenderse de que otro hombre pueda ser también un hombre”. Una frase que condensa la vulnerabilidad de la especie humana, tan singular y diversa, ante los ensalmos provenientes de los exegetas de lo desconocido. Y una frase de la que Grimaldi parte para sumergirse en un pantano oscuro y peligroso, en el que habitan todo tipo de delirios, en busca de esas motivaciones que desatan la furia interior de cualquier individuo y le conducen a cometer los actos más execrables. Pero sobre todo, lo que le interesa y aterroriza al autor es que ese sonambulismo afecte a las masas y que entonces la ficción se convierta en una amenaza mundial e ingobernable. ¿Les suena?
Nicolas Grimaldi (París, 1933), filósofo y profesor emérito en la universidad de la Sorbona, es una referencia europea en materia de reflexión. Sus aportaciones, matices, sus ideas y observaciones se reciben con el abrigo de que abrirán la hendidura de otro ángulo, siempre conciliador. Es autor de una extensa obra en la que explora con una visión extremadamente libre problemas éticos y políticos, el amor y los celos o las diversas formas de lo imaginario que se expresan en el juego, la creencia o el fanatismo. A esta última estirpe pertenece su nueva propuesta, ‘Los nuevos sonámbulos’ (editorial Pasos Perdidos), texto en el que sostiene que los terroristas que asesinan en nombre de una idea actúan como si fueran sonámbulos, suprimiendo la realidad.
Usted afirma que los fanáticos son sonámbulos. ¿No es una forma de eximirles de responsabilidad?
Tengo entendido que Nicolas Grimaldi (París, 1933) vive en un faro. Pocas cosas pueden entusiasmarme tanto como la idea de un filósofo retirado allá arriba, portador de su propia luz, ante la noche cerrada del océano. Y además un filósofo francés: no me digan que no es demasiado bueno para ser cierto. ¿Por qué algo semejante no se me ha ocurrido a mí? Tienes el mar, con su larga narrativa de pecios y tormentas, y justo encima el resplandor de la luna, meteoritos distantes, un semillero de estrellas: este retrato a escala de nuestra eternidad. Tienes el anuncio de algo que toca a su fin —la vida, la tierra— al borde de tus pasos, en la forma de un fiero acantilado; y el viejo camino reptando playa arriba, con sus plantas rodadoras y su hirsuta vida arizónica, que sólo concluye aquí. ¿Y luego? Luego un cuento oriental, una alegoría del ansia por saber, un relato borgiano: estas gastadas escaleras que cada día enfilas con tu ascenso espiral, pero no como el que simplemente sube unos peldaños sino como quien realmente se despega de la tierra común, devanando una idea. La cofa en la que vibran los cristales con cada suave brisa, cada envite del agua. La lámpara que tres siglos atrás anunciaba la costa a los marinos, y que ahora se limita a barrer las vetas de la espuma a la manera en que un hombre cansado de su historia acaricia el lomo de un viejo animal: y esto que llamamos mar parece realmente un perro anciano, ovillado en sí mismo, que ahora duerme a tus pies. Y por último tienes —nada menos— el enigma de esas noches que hacen crujir tu biblioteca en su soledad suspendida, azotadas por el viento; el sonido de algo misterioso y antiguo que es el viento frente al mar, escarpando caminos, puliendo las rocas, aullando y rugiendo entorno a ti: inclinado como estás sobre tus notas o ahí de pie, mirándolo todo con la frente apoyada en el helado ventanal, iluminado por la pálida bombilla o el humilde quinqué, como el guardián de una era y un saber extinguidos. El hombre que da sentido a todo, cuando todo ha dejado ya de tener sentido.
Me quedo con esta frase con la que Grimaldi cierra el penúltimo capítulo de su libro: “Desde el momento en que una sociedad ha perdido la esperanza de tener sentido, no se le puede arrebatar nada que ya no hubiera perdido.” He aquí, diría, una frase que sólo puede escribirse en francés, o en kenji sobre papel de arroz, o en solemnes caracteres dóricos. Parece, de hecho, un dístico griego, por esa aura que irradia de verdad inmortal, de algo enunciado por hombres vestidos con sandalias y túnicas entre espléndidos olivos y mármoles donde reluce el sol, en una civilización que aún siente sobre sí el aliento de los dioses. Y quien dice los dioses dice el tiempo en su acepción más pura: como una fuerza fluyente, hecha de los actos y los sueños del hombre, precipitada hacia la eternidad. Señalando nuestra responsabilidad con el pasado pero en especial con el futuro, que es el lugar de nuestra historia en el que se realiza la esperanza. Sin embargo, al contrario que el filósofo cubierto por una túnica, el juglar que hablaba en cuaderna vía o —ateniéndonos a la autoridad de Hegel— cualquier individuo nacido antes de la Batalla de Jena (1806), nosotros nos encontramos en ese lugar de la historia en el que ya se han dejado de cumplir los sueños. Hacia 1857, Baudelaire fijó en el inconsciente colectivo la existencia de un territorio nuevo en el que iba a quedar contenido el tiempo en estado vegetativo: lo llamó “modernidad”, y más que un lugar era una nueva forma de pensar y sentir. Lo encontró en el punto exacto en el que se unen la nostalgia por un pasado irrecuperable y la esperanza en un futuro donde ya nadie iba a poner jamás un pie. Baudelaire, y tras él Rimbaud, Verlaine, Lautréamont, todos los que se lanzaron a adentrarse en aquel nuevo territorio, le extrajeron formas inauditas de expresión, palabras boqueantes, martirizados adjetivos que aparecían mezclados a sustantivos que hasta aquel día les habían sido ajenos, penosamente arrancados de yacimientos de verdadera pesadilla. Expresaban en su retorcimiento una nueva angustia de existir, y si todavía hoy siguen hablando de nosotros —más allá de que encierren una verdad artística y, por tanto, una belleza eterna— es porque el tiempo no ha vuelto a transcurrir desde entonces: sigue girando y girando, bullendo e hirviendo, dentro de la esfera que lo contiene, como un genio del mal o un espíritu cósmico apresado en el interior de un antiguo rubí. Más tarde, tras ese prodigioso instante en que fue delimitado el territorio de lo moderno —el espacio sin futuro en el que quedaría contenida la historia—, el sentido de la belleza y del gusto pasó por distintas mutaciones, y lo que tuvo lugar a partir de entonces fue la desaparición en nuestra cultura de las reglas que habían definido precisamente la belleza y el gusto. Grimaldi señala a Marcel Duchamp como instigador (el primero en su género) de lo que comenzó como un movimiento de destrucción del arte a través del aburrimiento para acabar convirtiéndose nada menos que en un nuevo tipo de arte: aquel que nos persuade a mirar la involuntaria belleza artística que se esconde en las cosas cotidianas. Pero el arte no tiene nada de involuntario: el verso espontáneo, la frase que parece haber nacido así, cristalizada en maravillosos destellos de verdad y belleza, surgen de la deuda que las normas y las reglas particulares de un artista particular tienen hacia unas normas y reglas universales acerca de lo que es (o debería ser) el arte. Sin ellas no aguarda un reino de desconocidos sortilegios, la intuitiva verdad del genio liberado, sino la estupidez y el caos. Baudelaire erigió la mayor parte de sus visiones en cuartetas y sonetos. Lautréamont tallaba sus monstruos en espacios que no le son ajenos a la narrativa. Y el propio Rimbaud tuvo que decidir ser vidente en su deseo de proyectarse más allá del confín de la palabra, de ese territorio conocido y amable de cuanto, sin peligro alguno, se deja ser nombrado.
En ningún momento habla Grimaldi de este tiempo estancado del que hablo yo aquí, y sin embargo con ningún otro libro reciente he tenido la sensación de que, en cuestión de síntomas y esperanzas de curación para una humanidad lacerada, su autor y yo compartimos un mismo abatimiento. ¿Pero quién podría contemplar mejor el tiempo por el que debería discurrir la historia salvo alguien —el poeta, el anacoreta, el viejo filósofo— que ha decidido vivir por encima de él? No es lo mismo admirar cada mañana una maltrecha porción de asfalto y el trémulo árbol que pierde o gana sus hojas que este pujante, sombrío y misterioso mar. Y tampoco vamos a comparar la cenicienta paloma urbana, de retorcidas y deformes extremidades, con el glorioso albatros. La realidad es misteriosa. El arte es deliberado. Entre la paloma de la realidad y el albatros del arte, Nicolas Grimaldi hace que su voz levante el vuelo hasta ese escarpado lugar del pensamiento en el que acontece la “alucinación voluntaria”, la mirada correctiva sobre el mundo de las apariencias que se origina en la percepción de la realidad (de cualquier realidad) como manifestación de lo objetivo, y se prolonga en la voluntad de sustituir su dominio por las retorcidas formas de un delirio. Planeando en su lógica devanadora, volando y volando en su creciente espiral —allí donde el halcón posiblemente ya no oye al halconero—, las palabras del filósofo del faro nos invitan a contemplar el mundo desde arriba, el sueño de la consciencia colectiva que ha conformado una civilización, una historia común y una maravillosa forma de entender nuestro lugar en el espacio y el tiempo a través del arte. Y, naturalmente, también nos obligan a contemplarnos a nosotros mismos en mitad de todo ello: pero lo que vemos no es a un deslumbrante heredero de Grecia y Roma brillando orgullosamente en sus treinta siglos de historia, sino a un individuo desorientado y vacío que no ha vacilado en deshacerse de su voluntad y sus sueños a cambio de una triste supervivencia en las ruinas del tiempo.
Los fanáticos, los terroristas que asesinan en nombre de una idea, actúan como si fueran sonámbulos. Suprimen la realidad y se comportan como hechizados por sus creencias, de todo ello habla Nicolas Grimaldi en el libro titulado "Los nuevos sonámbulos", publicado en España por Pasos Perdidos. Grimaldi reflexiona sobre cómo estos nuevos sonámbulos anulan la relación con la realidad y de esta manera, excluyen de la condición humana a todo aquel que no los comparta.
La revista Telva selecciona "Los nuevos sonámbulos", de Nicolas Grimaldi, como uno de los 15 libros de la primavera.
http://www.telva.com/estilo-vida/libros/album/2017/03/22/58d13372468aeb06668b45d1_16.html