Pocos problemas existen hoy en España que consigan un grado de unanimidad como el de la educación: todo el mundo coincide en que no goza de buena salud, a pesar de las continuas reformas a que ha sido y sigue estando sometida.
Qué pasó con la enseñanza son las memorias de una profesora que ha ejercido durante más de treinta años en el sistema público. No viene a añadirse a la larga lista de propuestas de cambio que necesita el sistema educativo en España; es el relato y el análisis de una experiencia –compartida por numerosísimos profesores- que nos permite comprender de manera directa lo que ha ocurrido en nuestros centros educativos y por qué se han visto defraudadas las expectativas de alcanzar una enseñanza pública de calidad.
El relato varía entre la evocación risueña, el juicio irónico y cierta melancolía inevitable, al mismo tiempo que expone y defiende lo que, desde cualquier perspectiva razonable, ha de ser la figura del profesor para conseguir una enseñanza pública de calidad y gratuita al alcance de todos.
Luisa Juanatey (Santiago de Compostela, 1952), licenciada en Filología Hispánica, comenzó su carrera docente en el Departamento de Lengua Española de la universidad de Santiago de Compostela. Profesora de Enseñanza Secundaria actualmente retirada, ejerció durante treinta y dos años en institutos de Andalucía, País Vasco, Galicia, Madrid y la Comunidad Valenciana.
Ha publicado libros sobre didáctica de Lengua y Literatura españolas (Aproximación a los textos narrativos en el aula I y II, ampliamente citado en bibliografías sobre la materia), participado en seminarios y dictado cursos para profesores extranjeros de español. También ha traducido obras del francés, el inglés y el italiano (Italo Svevo, E. Burke, Maupassant, Carofiglio, Camilleri...).
En su muy recomendable libro 'Qué pasó con la enseñanza. Elogio del profesor' (Pasos perdidos, 2015), la profesora Luisa Juanatey se preguntaba: «Leer no es trabajar, de acuerdo. ¿Pero tampoco para el profesor de literatura? ¿Que un profesor de física pase tiempo mirando a las estrellas, uno de arte examinando la Alhambra o uno de ciencias naturales conociendo a fondo las setas -y que todos ellos disfruten mientras lo hacen- es necesario y benéfico para que ejerzan bien su oficio, o es una censurable pérdida de tiempo?».
Nada tengo que objetar al contenido con tal de que se le ponga un límite y se considere una biografía personal de la autora, o de otras personas que se la hayan podido contar. Otra cosa sería, si se quisiera elevar a la categoría de paradigma, que parece ser lo que está latiendo en su último fondo. La pregunta es si todas estas anécdotas que se cuentan y otras más que muchos conocemos pueden considerarse anécdotas o categorías.
Desde luego que este trabajo ha sido leído y discutido por muchos profesores de Secundaria y no está de más que reflexionemos sobre él en la revista del profesorado de filosofía para ofrecer, también, una palabra. Experiencias tenemos todos los que hemos pasado por las aulas -cierto-, yo mismo he ejercido en ellas como profesor de Filosofía más de 36 años y prolongué la vida activa hasta cuatro meses antes de cumplir los 70 años. Reconozco muchas de las anécdotas que cuenta Juanatey, pero afortunadamente no he sido tan desafortunado como ella, así que no me cuento entre los docentes que comparte su experiencia. Digamos las cosas con claridad desde el principio.
Para saber qué pasó con la enseñanza es necesario pasar del plano de la simplicidad al de la complejidad. Hace poco me comentaba un vecino ingeniero de caminos que no entendía para qué complicarse tanto la vida como se hace ahora. Añadía que para impartir clases de ciencias él no tenía más que ponerse a ello, porque dominaba de sobra los contenidos para poder explicar a adolescentes de 14-17 años sin ningún problema. Tampoco comprendía por qué se quejaban tanto los profesores. Sin duda alguna, se situaba en la perspectiva de la simplicidad, pero enseñar y educar es mucho más complejo y esto hace más problemática la situación. “La Logse lo cambió todo” (página 8), escribe Juanatey. Yo diría que la LOGSE fue un punto de inflexión: había que atender a muchos más factores que lo que se hacía anteriormente a 1990. A renglón seguido añade la autora que tampoco LOCE, LOE o LOMCE han cambiado “la cuestión de fondo” (página 9) y que esta última es rechazada por muchos profesores.
¿Entonces? Yo siempre he creído que las normativas establecidas por las leyes tienen que ser aplicadas en cada momento y en cada una de las situaciones concretas. No basta con decir se acabó, hay que hacer unos programas ‘fuertes’ de cada asignatura, el profesor ha de enseñarlos con firmeza (ya que es una autoridad pública) y los resultados tienen que ser controlados con reválidas serias y prestigiosas. Volvamos a la simplicidad y actuemos con autoridad. ¡Cuánto daño nos ha hecho el ministro Wert, ahora apartado a una jaula dorada, viendo cómo se las arregla el siguiente!
El profesor está pasando por años de soledad, arranca el primer capítulo: “ahora tiene que arreglárselas con su propia soledad” (página 16) a la espera de que llegue la jubilación. Yo creo que siempre ha ocurrido algo de esto, la soledad no es tan mala, sirve para estudiar, reflexionar, escribir las propias experiencias, analizar las situaciones diversas que suceden y organizar lo que sea necesario.
Antes de que llegara la ley del 90 las condiciones de trabajo del profesorado eran bastante mejores, ciertamente, como recuerda el capítulo dos. Yo no hablaría de ‘mejores’ y ‘peores’, sino de que eran más adecuadas en todo. Las asignaturas tenían un peso horario de unas cinco horas (no todas) semanales. Si se reducían tres horas por Jefatura de Seminario o por impartir COU, las horas de docencia presencial se quedaban en 15 a la semana (el total era de 18) con una sola asignatura a impartir. Ahora, en cambio, la excepción de llegar a las 21 horas semanales se ha convertido en regla y, claro, se nota. Además, han aumentado las otras tareas que hay que atender (el profesor rellena ahora “infinitamente más papeles que hace 15 años”, página 86) y se ha convertido el trabajo de los profesores en una semi-esclavitud propia de las antiguas galeras y esto es una barbaridad. Todavía recuerdo a la entonces presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, echando en cara a los docentes, que se quejaban por las 21 horas semanales, que cualquier trabajador tiene muchas más horas diarias y ella misma trabajaba 12 horas al día. Sublime demagoga que, además, fue ministra de Educación e ignoraba lo que era impartir una clase de Secundaria, porque nunca la había dado, entre otras cosas. Esto si era desprestigiar y condenar a la más profunda soledad al profesor.
En cuanto a los grupos y número de alumnos por aula había unos 40, pero no importaba por ser las condiciones de trabajo las adecuadas, por mantener la autoridad en las aulas, por haber mayor uniformidad en las clases sociales y mayor motivación de los estudiantes para valorar su futuro que hoy ya no es futuro, acaso. Escribe la autora que “cuando llegamos a los institutos [...] qué sensación de libertad más estimulante”. Totalmente cierto, especialmente si se procedía a la enseñanza privada con mucho más trabajo, sueldo menor y controles ideológicos más o menos sutiles. Tiene gracia lo de que se esté obligado en la pública a suspender sólo “a un porcentaje de alumnos, socialmente tolerable” (página 88). Esto ocurría generalizadamente en la enseñanza privada, donde el profesor podría ser despedido si no aprobaba y hasta le podía firmar las Actas otro profesor, si se negaba a hacerlo. Esto sí que es viejo e indignante.
Los padres y las madres no molestaban nada, porque no acudían a visitar a los profesores de sus hijos, ni a interesarse por su proceso de aprendizaje. Esto no era nada bueno, lo razonable es tener contactos para educarlos conjuntamente. Ahora las cosas han cambiado bruscamente y pasamos de lo blanco al negro, sin equilibrio alguno. En el caso que cuenta la autora en el capítulo cinco, dando cuenta de la tarea de leer unos capítulos del Quijote y de que la alumna suspende la prueba, pero fue por ponerse nerviosa, decía ella, ya que los había leído. Al día siguiente se presenta la mamá en la puerta del aula, muy indignada, sin petición de entrevista previa. En mi opinión, es la profesora la que no sabe ponerse en su sitio, que sería no recibirla, ni hablar con ella, indicándole que pidiera una entrevista. También nosotros, profesores, tenemos responsabilidades. Tampoco es malo dar una explicación al alumno de por qué suspende. Y no digamos nada de los mismos equipos directivos de los Centros. Yo mismo he presenciado la solución que ofrece al Director una Comisión, nombrada oficialmente, encargada de un asunto de disciplina con un alumno. Se habla con el interesado un día, otro con los padres, hay otra entrevista con el tutor y otra con varios de sus compañeros. Pasados dos semanas de trabajo extra, la Comisión propone cambiarle de Centro, después de redactar un informe detallado y extenso que se presenta al Director. Este mira con cierta sonrisa conmiserativa y parece decir al presidente de la Comisión que se ha vuelto loco y, finalmente, castiga al estudiante dejándole un par de días en casa. A ver si va a tener problemas y poner en cuestión el complemento económico mensual por una evaluación poco positiva.
El caso de la evaluación que cita la autora en el capítulo cuatro: el chico suspende sólo una asignatura, la de Lengua, que es básica, además. Aquí hay que preguntarse por la responsabilidad del resto de profesores del equipo. Algo similar, o todavía peor, sucede con la chica que ha suspendido en la evaluación final de segundo de bachillerato nada menos que cinco asignaturas. Al día siguiente empieza la ronda de convencimientos con el profesor más débil, quien le dice que si le aprueban otra asignatura que es de perfil similar le aprobaría también la suya. Hace lo mismo cuando le quedan ya sólo tres y consigue que sea sólo una la que tiene suspendida. Reunión extraordinaria del Equipo de Evaluación con comentarios de este jaez: la verdad es que en mi asignatura no está son muchos los años que tienen a sus hijos en sus manos y no pueden ser tiempos perdidos. Ellos verán.
He leído este libro con interés y hasta con pasión, pero las cosas educativas no se pueden despachar con ninguna simplicidad, porque todo es demasiado complejo y depende de muchas instancias. Seguimos en la tarea, por más que la LOMCE haya dado el peor tratamiento posible a la Filosofía. Ni en tiempos del franquismo se la trató peor, quizá sea porque sus nietos están presentes en las instituciones cada vez con mayor virulencia y desfachatez.
La profesora y Licenciada en Filología Hispánica Luisa Juanatey explica en este diálogo uno de los temas que más preocupan a los padres, como es el tema de la educación.Una educación que no goza de buena salud, y que, a pesar de las reformas a las que ha sido sometida en los últimos años, sigue sin asentarse como es debido. Luisa Juanatey comenzó su carrera docente en el Departamento de Lengua Española en la Universidad de Santiago de Compostela. Además, ha publicado su libro: “Qué paso con la enseñanza. Elogio del profesor”.
http://educaon.es/luisa-juanatey-profesora-escritora-educaon-radio/
Si alguien espera encontrar en Qué pasó con la enseñanza un ensayo repleto de términos técnicos pedagógicos únicamente interesante para expertos en el tema, se equivoca totalmente. Este libro está tan bien escrito, de una forma tan amena y cercana, y trata temas tan importantes, que creo que debería ser leído por cualquiera que esté mínimamente interesado por la educación de sus hijos o de cualquiera de los jóvenes que tenga cerca.
Luisa Juanatey habla desde la autoridad que le da el haber sido profesora de lengua y literatura en la enseñanza secundaria durante más de treinta años. Aunque ahora ya está jubilada,Juanatey desarrolló su trabajo tanto en los tiempos del BUP y del COU como después del cambio que supuso la LOGSE. Y precisamente la autora centra sus críticas en la LOGSE, una ley de educación que según su opinión resultó un fracaso debido a que fue ideada por "expertos" que nada tenían que ver con el trabajo diario en el aula.
Luisa Juanatey no tiene pelos en la lengua a la hora de criticar todo lo que ella cree que ha fallado, y con muchas de sus opiniones estoy totalmente de acuerdo. Nos cuenta, por ejemplo, cómo la LOGSE llegó cargada de nuevos conceptos como las famosas programaciones con sus objetivos, criterios de evaluación, contenidos conceptuales, procedimentales y actitudinales... Ella se pregunta: ¿en qué mejoraba todo esto la labor del profesor? No sólo llega a la conclusión de que en nada, sino que les añadió un plus de papeleos sin sentido para los cuales los profesores debieron realizar un sinfín de cursillos en los que la tan cacareada "motivación" que se debía conseguir con los alumnos, en estos brillaba por su ausencia.
La autora se pregunta si alguna vez los inspectores llegaron a leerse esas programaciones que, sobre el papel, parecían tan interesantes, pero que en muchos centros se convertían en un corta-pega de las oficiales, con párrafos sin sentido, errores de concordancia, que no pegaban ni con cola con los anteriores...
Se puede estar de acuerdo con Luisa Juanatey en todo, en muchas cosas o en nada en absoluto. Yo he de decir que comparto la mayoría de sus opiniones, pero no tanto su visión del abismo tan grande creado tras la LOGSE entre la educación que pueden ofrecer los colegios públicos y la que se consigue en los privados. Creo que ahí su visión es demasiado pesimista, porque mi experiencia me dice que ni en todos los públicos los resultados son tan malos (según ella el nivel de comprensión lectora con el que llegan a los institutos es, en general, mínimo) ni todos los privados son tan maravillosos. Sin embargo sí que comprendo que opine así, porqueJuanatey vivió unos años de bonanza en la enseñanza que ella recuerda con gran cariño, en los que nos cuenta que enseñar era un placer, cuando los profesores eran muy bien considerados en la sociedad y los alumnos acudían, en una gran mayoría, con ganas de estudiar.
Luisa Juanatey, para escribir su libro, ha recopilado anécdotas que ella misma y otros compañeros profesores vivieron en el aula con sus alumnos. Estos recuerdos destilan un amor por la enseñanza tan grande, que al leer el libro sólo podía pensar que qué suerte habían tenido los chicos a los que les había dado clase. Es una pena que gente así, con ideas fantásticas y unas ganas enormes de enseñar, se estén dando actualmente contra una pared cuando diariamente entran a clase y se encuentran que si logran mantener cinco minutos un mínimo de silencio ya se pueden dar por satisfechos.
Este libro no nos da soluciones para cambiar la enseñanza, para mejorar un sistema innegablemente fracasado. Pero sí que aporta un dato clave para entender este fracaso: una ley de enseñanza no debe cambiarse nunca desde un despacho. Siempre se debería escuchar al profesorado, a un colectivo con años de servicio a sus espaldas. Quién mejor que los profesores saben qué es necesario cambiar y de qué manera. Y además habría que restablecer el respeto por una figura que en este momento ha perdido toda la autoridad que antes tenía, tanto por parte de alumnos y padres como por la clase política y los medios de comunicación.
Hay algo hipnótico en el hecho de leer nuestras vidas puestas en la piel de otros. El consumo postmoderno incurre en este extraño juego de espejos cuando matrimonios de moderada felicidad leen Juliet, desnuda de Nick Hornby u otros, de manifiesta infelicidad, ven sentados en el mismo sofá la versión cinematográfica de la contundente Vía revolucionaria de Richard Yates para reconocerse y entender qué está ocurriendo en sus relaciones. Gran parte de la ficción contemporánea no preconiza la posibilidad de otros mundos alejados de la existencia del lector sino que ofrece el brocal de un pozo oscuro y profundo donde ver reflejadas nuestras vidas. Qué pasó con la enseñanza, libro de “no ficción” que podría vender, si se diera el caso, casi 170.000 de copias (número de profesores “in decrecendo” por obra y gracia del Ministerio) presenta un retrato audaz y lúcido de algo que, tristemente, está alejado de toda ficción posible. Aquellos docentes que anhelen obtener una posible explicación de lo que sienten en las aulas (para lo que sienten en su casa mejor leer a Carver, Cheever o Munro, según como arrecie el aguacero de los años maduros) deberían dedicarles una tarde a estas luminosas páginas, un ensayo que analiza la deriva a la que se lleva exponiendo el sistema educativo en este país desde hace décadas. Este libro nos coloca delante de un cuadro que nos representa y nos explica, como profesores o como meros individuos presos de un sistema que está depauperando el presente y promete ofrecer un futuro con mucho trabajo fuera de la escuela. Tal vez por todo ello, el gremio docente debiera de colar de matute en la cesta de libros de estos estertores estivales la obra deLuisa Juanatey. El motivo no sería otro que el de oír una voz que con conocimiento de causa y con una dilatada experiencia en las aulas nos cuenta sin ambages qué está ocurriendo con la educación en España.
Juanatey se retrotrae a un momento dulce en la profesión, esa Arcadia pre-LOGSE que los que andamos por los cuarenta disfrutamos como alumnos y que la autora recuerda con especial nostalgia: un profesorado que tenía un sentido de la enseñanza que cultivaba el activismo docente (salvando prehistóricas excepciones que por motivos obvios aún andaban en la profesión) y que compartía el saber y el hacer con sus iguales y con los jóvenes que tenían a su cargo. A su juicio, la llegada de la LOGSE supuso una ruptura de la más o menos presente armonía en los claustros; la “ciencia pedagógica” aparecía con una impaciente búsqueda de reconocimiento y con afán de trabajar en pos de la mejora educativa. La nueva casta que se iba conformando en torno a “cursillos pedagógicos” para docentes, los cuales hicieron transitar a algunos desde las avenidas de la motivación a los oscuros callejones de la desmotivación, se colocaba como los nuevos adalides de la causa pedagógica. Se pasó al absurdo maniqueísmo de los que hacían cursillos y los que no. Luisa Juanatey los hizo, los contrastó con algunos de sus allegados, y constató que la desunión y la soledad eran más que una impresión. La palabra mágica “motivar” se oponía con desasosegante éxito a la clásica triada que desde la Antigüedad marcó a los buenos maestros: libertad, discrepancia y humor. De este lodazal surgieron los llamados “expertos”, desertores de la tiza, que a fuerza de leer la prosa inútil y “galimática” de los tratados “logsianos” de pedagogía llegaron al estatus de inspectores, haciendo aplicar el mismo estilo a programaciones, informes, memorias y a toda clase de subliteratura académica de sus subalternos.
En este retablo de las maravillas, trufado de guiños literarios (Luisa Juanatey ha sido profesora de Lengua Castellana y Literatura) y vivaces ejemplos de respuestas y diálogos extraídos retrospectivamente de los años de docencia, también tienen cabida otros agentes que han contribuido a una merma en la calidad y en la percepción del ejercicio académico. No puedo estar más de acuerdo con la autora (el que esto firma también se dedica a la “romanización”) cuando apunta –nunca, atención, en términos absolutos– que la paulatina despreocupación y dejación de funciones por parte de las familias como garantes de la educación, ‘lato sensu’, de sus hijos, junto al trabajo que se han venido tomando los medios de comunicación para colocarnos delante estadísticas con la etiqueta, tan traída y tan llevada, de “fracaso escolar”, han colaborado igualmente a que la figura del docente se haya visto demonizada y colocada en la piqueta como único culpable de la demolición del castillo.
Ese “fracaso escolar” es invisible cuando el trabajo de la inspección educativa consiste en vigilar que el número de suspensos no entre dentro de una porcentaje preocupante. La Educación Secundaria Obligatoria no está contribuyendo al desarrollo de individuos independientes que finalicen estos estudios con un nivel no sólo académico sino de madurez suficiente para enfrentarse a un mundo cada vez más complejo. En el momento en que el profesorado pierde su independencia, en que es llamado a capítulo cuando sus notas y apreciaciones son “subjetivas”, y en que una prueba externa (la reválida de la LOMCE) somete a sus alumnos a un examen que muestre lo que el docente ya sabe por sí mismo, podemos hablar de otro tipo de fracaso.
Juanatey tiene un indudable talento para montar una narración vivaz y repleta de sensibilidad, de inteligencia y de fino humor, alejado este último de la complacencia trágica del “qué podemos hacer”, y que hace justicia a los que fueron y a los que son, sin olvidar a los que vendrán. A estos últimos les dedica casi al final de su ensayo un decálogo prístino y osado en sus “exigencias”.Completan estas últimas páginas el epígrafe, subtítulo del libro, Elogio del profesor, aunque ese espíritu de enaltecimiento está presente en todo el volumen. Me permito extraer de él unas líneas: “La enseñanza es una forma de belleza. No la inventamos nosotros, así que puedo decirlo. Excluye la fealdad y el engaño, y se concentra en transmitir como herencia el conocimiento que se estima verdadero”. Nada más alejado de lo que el Ministerio cree que es la labor del profesor.
Compañeros del metal, lean a Luisa Juanatey. Su voz, como la de otros sabios que hablan desde el ojo del huracán (Ricardo Moreno Castillo y su Panfleto antipedagógico, por ejemplo), tiene un timbre especial que nos coloca ante la enojosa labor de repensar nuestro trabajo, de palparnos el corazón a ver qué sentimos y de, en suma, actuar para que la “cosa nuestra” no se precipite por el acantilado de la estupidez humana.
Esta maestra gallega, actualmente ya retirada, atesora una experiencia de más de 30 años en institutos de Enseñanza Secundaria de Andalucía, País Vasco, Galicia, Madrid y la Comunidad Valenciana. Su último libro ha desatado una gran polémica entre la profesión.
Luisa Juanatey comenzó su carrera docente en el departamento de Lengua Española de la universidad de Santiago de Compostela, ha traducido obras del francés, el inglés y el italiano (Italo Svevo, E. Burke, Maupassant, Carofiglio, Camilleri…), y también ha publicado libros sobre didáctica de Lengua y Literatura españolas (‘Aproximación a los textos narrativos en el aula, I y II’, ampliamente citado en bibliografías sobre la materia). Pero sin duda está en boca de muchos docentes y expertos pedagogos por su último trabajo, el libro editado por Pasos Perdidos ‘¿Qué pasó con la enseñanza? Elogio del profesor’, un relato polémico en donde recoge el verdadero día a día de un maestro de IES, que si bien no tiene una solución definitiva para el sistema educativo en España, sí comprende lo que ha estado ocurriendo y por qué se han visto defraudadas las expectativas de alcanzar una enseñanza pública de calidad.
¿Qué le motivó escribir este libro? ¿Se ha quedado a gusto después de verlo publicado o piensa que necesitará una continuación?
Lo empecé a escribir durante mis últimos años en activo, ante la observación de que no hay ningún conocimiento público de la tarea que llevan a cabo los profesores y en qué condiciones. Es asombroso hasta qué punto, fuera de los propios centros educativos, en este país se desconoce todo lo relativo a la enseñanza. Y lo peor es que la gente cree saber y constantemente habla de ella… no más allá de diez minutos y no más allá de dos o tres tópicos que no aclaran nada. En el libro recogí mucho de lo que los profesores no podemos explicar en esos diez minutos. Yo creo que sí necesitaría una continuación, o muchas más, pero ya no me corresponderá a mí escribirlas, claro.
Según he leído en alguna entrevista, ¿de verdad cree que son dos mundos tan opuestos el de los expertos teóricos y pedagogos de Ministerio, y el de los profesores en su práctica docente diaria en las escuelas?
Tan opuestos como que los así llamados expertos son uno de los principales problemas a que se enfrenta el profesorado. Porque ellos saben publicitar sus recetas y hablar como voces autorizadas, pero luego no van todos los días a aplicarlas y se encuentran con que, en la práctica, a lo mejor su receta es un ‘churro’ o, simplemente, no puede aplicarse en las clases reales de los institutos reales. En ‘Qué pasó con la enseñanza’ lo explico con detalle. El prestigio –y el poder político- que adquirieron los ‘expertos teóricos y pedagogos de Ministerio’ nada tiene que ver con enseñar una asignatura eficazmente. Y eso, el que en la enseñanza pública llevemos más de veinte años no pudiendo enseñar eficazmente, ha causado un perjuicio enorme a este país. Haría falta una rectificación a fondo. E innovar, en algunos aspectos, porque los tiempos cambian.
¿Qué aconsejaría al nuevo ministro si pudiera recibirla en audiencia? ¿Habría alguna manera de ponerles remando en la misma dirección a técnicos y docentes? ¿A nadie se le ha ocurrido preguntar a los profesores directamente qué es lo que se necesita para llevar una clase a buen término?
Le aconsejaría que no me recibiese a mí, sino a los profesores que siguen en los institutos. No a sus pretendidos representantes, sino a ellos, directamente. A unos cuantos. Oiría cosas que no puede ni imaginarse, que no se ha imaginado ningún Ministro. Y, a partir de ahí, y ya que no tendrá tiempo de hacer mucho más, quizá pudiera dejar organizada una gran encuesta y establecido un mecanismo permanente que permita expresarse a los profesores (hoy día es relativamente fácil). Sería una base muy fiable para una futura ley de educación consensuada, con objetivos razonables y no al servicio de ninguna ideología.
Con sus más de 30 años largos de experiencia docente, y algunos otros invertidos en la formación previa, atravesando de una manera u otra todos los planes de estudio que han regido este país desde después de la Guerra Civil (LGE, LOECE, LODE, LOGSE, LOPEG, LOCE, LOE, LOMCE)… ¿ha habido alguno bueno? ¿O todos han hecho mejor al que sustituían? ¿Qué habría que hacer entonces?
A nuestra formación previa se añade luego una formación constante. Nada enseña mejor a conocer una materia y a dar una clase que ejercer la profesión a diario. Y a apreciar cuándo un sistema es fallido, no sirve. Puesto que no tenemos espacio yo me centraría en la LOGSE, que fue la única ley que realmente cambió el sistema desde sus cimientos, al importar el modelo norteamericano de la enseñanza comprensiva. El resultado igualador que pretendía es lo que se ha llamado ‘escuela de la ignorancia’. Lo saben bien en la Universidad y en las empresas.
¿Qué habría que hacer? Pues debatir sobre la enseñanza en serio, con verdades. No se ha hecho desde que fue implantada la LOGSE en 1990. Las demás leyes, toda esa sopa de siglas, no han traído ningún cambio de raíz. Yo no tengo ninguna receta, por supuesto. Los profesores no tenemos recetas ni pretendemos legislar. Pero tenemos experiencia, como digo. Y a los políticos les correspondería aprovecharla.
¿Sigue creyendo que todo empezó a ir peor cuando el lenguaje institucional comenzó a cambiar las palabras sustituyendo ‘Geografía’ por ‘Conocimiento del Medio’, ‘Muy Deficiente’ por ‘Progresa adecuadamente’, ‘ejercicio y deberes’ por ‘actividades y proyectos’, ‘etapas’ por ‘itinerarios’?
El lenguaje que usamos revela muchas cosas. Una palabra o una expresión aisladas no dan idea de en qué lenguaje delirante empezaron a estar escritos los documentos sobre educación a partir de la LOGSE. Yo guardo ejemplos tan esperpénticos que cuesta creer lo que uno lee. Es un lenguaje que no revela más que cáscara. Hablar o escribir así, precisamente para hacer funcionar la educación, debería estar prohibido. Hablar llano es lo más pedagógico que se ha inventado, y quien de verdad conoce algo sobre educación lo sabe.
¿Qué piensa de nuevos métodos pedagógicos innovadores como la clase al revés, el aprendizaje basado en proyectos, los colegios sin asignaturas ni exámenes…?
Esas innovaciones u otras análogas, en pequeño y en situaciones particulares, las hemos ensayado muchos profesores. Cuando son factibles resultan satisfactorias para todos, y eficaces, por qué no. Pero cuando te han confiado un grupo –numeroso, y al que le das tres o cuatro clases por semana– que no entiende lo que lee y que escribe mal muchas palabras elementales, las cosas se te complican. Sobre todo si ves que esta situación se repite un año y otro. Necesitas un buen sistema, no una ocurrencia. Algo que te garantice que tus alumnos a los quince años sepan leer y escribir con cierta soltura para que tú puedas seguir construyendo y no tengas que acabar aprobándoles a tu vez sin que hayan alcanzado el nivel necesario, como tantas veces hemos tenido que hacer todo este tiempo. Con consecuencias lamentables.
A este respecto, ¿cree que deberíamos tomar buena nota de sistemas que salen destacados en pruebas como PISA (Finlandia, Corea del Sur)? ¿Qué le gusta o qué no le gusta de estos dos países en concreto referido a su sistema educativo y a cómo se trata a la figura del maestro?
Sí, claro. También deberíamos tomar buena nota de cómo funciona la industria en Alemania. Pero eso por sí mismo no nos convertiría en una potencia industrial de primer orden, si no cumplimos otros requisitos. La educación, la cultura, se respiran. El apreciar el privilegio de acceder a la enseñanza gratuitamente, también. El valorar el conocimiento y el respeto al profesor, que es la figura visible del sistema de enseñanza, también. A mí me parece que en España, de momento, sería más necesario fomentar públicamente todo esto –en lugar de otros valores radicalmente antieducativos– que hablar de Finlandia y de Corea del Sur.
“Necesitamos un buen sistema, no una ocurrencia. Algo que garantice que a los quince años se sepa leer y escribir y no tengas que acabar aprobándoles, como tantas veces hemos tenido que hacer, con consecuencias lamentables”
Ha recorrido media España de instituto en instituto… ¿Es posible pensar aún en el milagro de la enseñanza y la escuela como integradora y homogeneizadora de la sociedad, o hay muchas diferencias entre un alumno de Galicia y otro de Andalucía, por poner un ejemplo?
Es que los milagros están bien para ser narrados (a mí me encantaba leerlos en clase, son siempre atractivos, disparatados), pero mal para contar con que te vayan a resolver ninguna papeleta. Para eso es mejor olvidarse de milagros posibles. Se trata de identificar con honradez fallos y problemas y empezar a solucionarlos con voluntad de aceptar también los fracasos parciales, y a su vez insistir en ponerles remedio. La fe, por sí sola, consigue milagros como los de Berceo, muy divertidos de leer. En cambio el esfuerzo y el rigor, y el atenerse a la realidad de lo que se es y lo que se tiene, consiguen ir arreglando las cosas poco a poco.
Los adolescentes de todas partes son igual de sorprendentes y de previsibles, de ingenuos y de sabios, de alegres y de tendentes a hacer un drama de cualquier cosa. Y, en principio, igual de estimulantes. Es cierto que entre autonomías hay diferencias de resultados, y entre institutos también. Lo deseable, naturalmente, sería un resultado homogéneo que refleje una auténtica igualdad de oportunidades.
Finalmente, seguro que también guarda buenos momentos en la memoria y quizás la honda satisfacción del trabajo bien hecho o logros obtenidos en alumnos por los que nadie hubiera dado un duro… pero además de alguna sonrisa o alguna confidencia de sus alumnos, ¿echa algo de menos de esa vida de maestra? ¿Con qué se quedaría? ¿Cuál sería su consejo vital a aquellos jóvenes opositores que acaban de ganar su plaza?
Muchos de esos buenos momentos y sensaciones los reflejo en el libro. Así como ‘vocación’ me parece un término pomposo, con un tufillo que me desagrada y del que, además, se abusa mucho (un tópico de esos a los que me refiero más arriba), me encanta hablar de entusiasmo por el oficio y de la satisfacción de enseñar, de haber enseñado: algo que antes de la LOGSE abundaba enormemente. Cuando a los profesores se les permite experimentar esa satisfacción, cualquier sistema gana mucho. Y también explico allí con detalle cómo han ido sacando adelante a estudiantes por los que ‘nadie hubiera dado un duro’, sin ayuda de las autoridades educativas y, en ocasiones, hasta sin ayuda de los padres, aunque esto último es mucho más difícil. Me quedo con todo eso, con el magisterio no escrito que he visto ejercer a mis compañeros.
Y… no echo de menos nada, contra lo que creí. Aunque también es verdad que sigo enseñando informalmente. Sin gran desgaste físico y sin forzar la voz (¡como en Finlandia!). A los profes nuevos en el libro les hago llegar toda mi estima por su elección y les dedico un decálogo imposible de resumir aquí pero donde todas las entradas empiezan diciendo: “Exigid”. Lo digo en bien de todos, y quizá esto pueda valer en lugar del resumen.
Si quiere añadir algo que no haya sido preguntado… ésta es la ocasión.
En realidad, tras haber escrito el libro, poco o nada tengo que añadir. Las entrevistas siempre me dejan la impresión de no haber dicho nada que explique de verdad cómo está la enseñanza pública en España, y sobre algunas de las causas de que se encuentre en ese estado. Será la falta de costumbre. Soy, o he sido, profesora. Para mí dar una clase es facilísimo, responder a una entrevista es meterme en un lío. Unas veces resultas tajante, otras errática… Un lío. Así que solo me queda darles a ustedes las gracias, por haberse interesado.
Distintos expertos defienden que la cuestión de fondo en el debate sobre quién debe ser profesor no radica tanto en cambiar la evaluación o la formación como en devolver a los profesores el prestigio perdido, darles un reconocimiento económico y social del que consideran que no gozan el más de medio millón de docentes de primaria y secundaria de las aulas españolas. “Si antes no mejora el resto del sistema la reválida solo servirá para constatar el bajo nivel actual, que ya conocemos”, defiende Luisa Juanatey. Esta docente de 62 años, con 32 de clase en institutos a sus espaldas, acaba de publicar Qué pasó con la enseñanza: elogio del profesor, de la editorial Pasos Perdidos. “Finlandia es una maravilla, pero pongamos los pies en la tierra: para ser Finlandia nos faltan muchos pasos previos. Y no solo el de mejorar el sistema de enseñanza: en España hay que pedir permiso y luego perdón para citar a Kant en público. Nuestros chicos tienen por modelos a los deportistas o al famoseo guapísimo que gana mucho dinero, pero jamás en alguien a quien le gusta saber y divulgar”, lamenta Juanatey.
«Mi asignatura era la más bonita, naturalmente», dice esta profesora de Lengua y Literatura Castellana con más de 30 años de experiencia en institutos de Andalucía, Galicia, País Vasco, Madrid y Comunidad Valenciana. Ya retirada, Luisa Juanatey (Santiago de Compostela, 1952) vuelve la vista atrás, desde esos años 80 en los que comenzó un descenso del que no se acaba de remontar. Este es su análisis de «Qué pasó con la enseñanza. Elogio del profesor» (Pasos Perdidos)
-¿Qué pasó con la enseñanza?
El libro cuenta mi experiencia, es decir, lo que pasó en la enseñanza secundaria y pública, y cómo lo viví yo como profesora. Desde este punto de vista, pasó que cuando en los años 80 estábamos viviendo un momento ilusionante para el país en general, y de buenas perspectivas para la enseñanza, empezó un período de descenso que al parecer no hay forma de remontar. Y, a mi entender, uno de los factores que causaron el bajón consistió en ignorar ciertas verdades de sentido común acerca de qué necesita el profesor –y el alumno, que es lo importante- para que una clase se pueda dar bien. Fundamentalmente se necesita calma, respeto mutuo, firmeza por parte del profesor, que este conozca bien la materia que explica y práctica, mucha práctica. La enseñanza es un arte práctico, un oficio que se aprende día a día. Y por ejemplo pasó que, mientras se olvidaban cosas tan elementales, los que no están nunca en el aula enseñando Historia, o Química, se erigieron en expertos descalificadores del profesorado, de las asignaturas, de la enseñanza en general, y que los críos se pasaban el día oyendo hablar en todas partes del «desprestigio del profesor».
-¿Quiénes eran esos expertos descalificadores del profesorado?
Me refiero a todos los que los medios han llamado pedagogos, orientadores, expertos en Educación, sociólogos… a los muñidores de la Logse, expertos en Psicología Evolutiva. A toda esa panoplia que no son los que están enseñando en las escuelas e institutos pero creen tener una gran verdad revelada.
-¿Qué daño causaron?
Esa escuela de pedagogía apuntaba a que el aprendizaje debía ser siempre divertido, que no era necesario el esfuerzo, que había que desterrar la memoria, cuando la memoria es muy importante. Esas ideas de aprendizaje horizontal y creativo son estupendas para un niño, pero no para treinta en una clase. Te aconsejaban lo mismo para una asignatura que para otra, cuando impartir cada una tiene sus propias claves.
Se hizo mucho daño a la autoridad del profesor. De repente su opinión ya no contaba lo mismo. Opinaba todo el mundo: padres, consejo escolar, orientadores, inspección…hasta el alumno. Ahí nos caímos con todo el equipo. Si te tocaba una clase en la que mandaba un grupo de alumnos que no querían estudiar, no había nada que hacer. El ambiente también acompañaba. Los chicos te decían que se iban a la construcción a ganar más, y eso no lo aprendieron en clase, ni de los psicólogos o pedagogos.
-¿Fue bueno ampliar la enseñanza obligatoria hasta los 16 años?
Yo no tengo ninguna duda de que ampliar el período de enseñanza obligatoria es un bien. Cierto que, por lógica, eso traerá aparejadas más dificultades, pero es obligación de una sociedad dotarse de un sistema que ayude a todos –profesores y alumnos- a sortearlas o a superarlas, y a no dejar –si está en su mano- que ningún adolescente decida a los catorce años, si quiere o no quiere dejar de estudiar.
-Puede parecer una contradicción que un título así, que apunta a una pérdida, se complete con un «Elogio del profesor». ¿No tiene culpa el profesorado de la situación actual?
La verdad es que en el libro el elogio está hecho en un tono bastante socarrón. Desde luego que todos habremos fallado en más de un momento o un aspecto. Pero no se trata de eso. Se trata de que, como grupo social, los profesores encarnan valores como la afición al conocimiento y en general a la cultura y en cambio sienten despego hacia aspiraciones que vemos fomentar constantemente en los adolescentes. El profesor no vende nada, no busca clientes presentes ni futuros. Me parece que en el clima que ahora estamos viviendo, elogiar a este tipo de personas puede ser oportuno y hasta benéfico. Y a la enseñanza, que es a lo que yo apunto, estoy completamente segura de que le podría ayudar.
-¿Se ha cargado sobre los hombros de los profesores competencias que no les corresponden?
Obviamente. Aparte de obligarle a ejercer tareas tan dispares como la de psicólogo de una cierta escuela, vigilante sin autoridad, educador de padres, etc., le ha caído encima una burocracia que, aparte de que funciona con un vocabulario indigerible para cualquiera que hable y piense en castellano, con términos vacíos como «concepto», «procedimientos», «actitudes». En lugar de un chico rebelde hay que decir un «alumno afectado por comportamiento disruptivo». A mí, como profesora, jamás me ha ayudado en nada. Y tengo la impresión de no ser la única.
-¿Cuál ha sido tu experiencia como profesora?
Personalmente, cuando he podido ejercer el oficio sin grandes contratiempos, entiendo que he ayudado bastante a muchos chicos y chicas, y eso en sí mismo era enormemente satisfactorio, aunque luego ya no los vuelvas a ver. Los adolescentes son absolutamente estimulantes, en un clima de normalidad enseñar a adolescentes es una constante ocasión de pasarlo bien.
-¿Qué se está haciendo mal para que los adolescentes de hoy sean «irresponsables infantiloides»?
En el libro cuento la anécdota de la alumna mayor cuyo hermano pequeño no se preocupa ni de traer los materiales de clase y a la que, en ausencia de padres que acudan a la tutoría, trato de convencer para que lo hable en casa porque el chico es listo y es una auténtica lástima verle perder el tiempo así. Y ella me responde entre risueña y resignada: «Pero Luisa, mujer, ¿tú no ves que en mi casa manda él?» Quizá esto tenga que ver con lo que usted plantea en su pregunta.
-¿Cómo ha cambiado la relación de los profesores con los padres?
Según con qué padres. Yo he tratado con padres que se preocupaban conmigo por su hijo tratando de buscar soluciones, o congratulándome con ellos por lo bien que iban; y he tratado con padres que cuando les venía a ellos en gana venían a culparme de un suspenso y del enorme trauma que infligía a su criatura –que no había dado golpe en todo el año- y a «convencerme» de que le tenía que aprobar… Donde abundan los padres de este último tipo, mal asunto. Y es verdad que se ha fomentado hasta el hastío, ese tipo de actitud llamémosla… paternal.
-¿Se siente el profesor solo?
Sí, claro. Hubo momentos de terrible soledad, y alguno cuento. Recordemos que en los años en que veíamos arruinarse la enseñanza pública, y a muchas directivas de instituto desbordadas, y a montones de adolescentes desperdiciando un tiempo y unos medios –es decir, unos privilegios- de los que no eran conscientes, las encuestas del CIS reflejaban que el porcentaje de españoles preocupados por la cuestión era del 2%.
-¿Qué opinas de nuevas ideas como la de suprimir las asignaturas y cambiarlas por proyectos, de convertir las clases en ágoras...?
Yo eso casi lo hice. O sin casi. Cuando me tocó dar Literatura Universal en 2º de Bachillerato, una asignatura que yo misma programaba y cuya calificación no contaba para Selectividad. Con el aula, el departamento, la biblioteca y la sala de informática a nuestra disposición. Siete chicas y cuatro chicos, conmigo doce. Fue una ventura para todos. Y otras veces he podido hacer cosas más o menos parecidas. Pero hay quien no puede ni soñar con eso -yo misma, en otras circunstancias-, y estos mundos ideales no pueden componer un sistema público de enseñanza de calidad. Cuando me garanticen que sí, seré la primera en votar a favor.
-¿Qué debe exigir todo profesor?
En este país y en este momento, lo que el profesor debe exigir es que políticos y autoridades educativas se comprometan a mejorar la enseñanza poco a poco, que actúen con sensatez, proponiéndose metas alcanzables que luego lleven a otras. Los grandes descubrimientos pedagógicos globales están por inventar y me temo que van a tardar en ser inventados. Así que, de momento, mejor será aplicar el sentido común. Y, sobre todo, debe exigir que de una vez la enseñanza deje de emplearse como un instrumento al servicio de ninguna ideología. De ninguna.
-¿Qué habría que hacer para mejorar la educación? ¿Crees que la Lomce ayudará?
La Lomce no cambia nada en profundidad, y los cambios que hace no me parece que vayan bien encaminados. ¿En qué ayuda una reválida en un momento en que ya sabemos que hay grandes deficiencias de nivel? Es poner el carro antes que los bueyes. Mejoremos primero, y pasado un tiempo, veamos cómo nos va… Y, en fin, el introducir la religión como una asignatura ya parece una declaración de principios. ¿Queremos o no queremos consensuar una ley de Educación?
Lo primero que yo haría sería realizar una gran encuesta entre el profesorado, un buen estudio global sobre lo que opinan. Como no sea contando con los profesores, cualquier paso que se dé no se hará bien
HACE unos días, la OCDE publicó su informe Schools for 21st-Century Learnes, en el que analiza la situación de la educación en diversos países, con singular atención al papel que desempeña la figura del profesor en sus respectivas sociedades. Como era de esperar, nuestros resultados son malos: los maestros españoles se muestran más pesimistas que sus colegas de la OCDE, en especial en todos aquellos aspectos que tienen que ver con la disciplina y con la capacidad del docente para interesar al alumno.
De esa comparativa resulta un profesorado, el nuestro, desmotivado, desbordado, falto del imprescindible reconocimiento general. Están, al menos ellos así lo sienten, infravalorados, solos e inermes frente a la magnitud de un problema que, no lo olvidemos, marcará, en su buena o mala resolución, el signo de las generaciones futuras.
Si lo más importante para el éxito de la enseñanza es la calidad y el ánimo de sus maestros, nosotros estamos fracasando: prácticamente no hay medida que avance en esa línea, que ponga el acento en la función básica del profesor como eje absolutamente fundamental del proceso. Y miren que no es cuestión de medios. En otro de sus informes, Education Policy Outlook 2015, la propia OCDE señala que la ratio de estudiantes por profesor española está por debajo de la media, que los salarios de nuestros profesores son competitivos y que, tanto en Primaria como en Secundaria, las horas dedicadas a la enseñanza son las adecuadas. Entonces, ¿de dónde tan perfecto desastre? Pues más que probablemente de una filosofía educativa disparatada, en caída libre desde la funesta Logse de 1990.
Luisa Juanatey, profesional de larguísima experiencia, en su libro Qué pasó con la enseñanza. Elogio del profesor, subraya los síntomas fundamentales del despropósito: la depreciación de la idea de autoridad, el descrédito de la memoria, la horizontalidad impuesta en las aulas, la falta de autonomía del enseñante, la repulsa que provoca la noción de esfuerzo, el imperio de pedagogos pintorescos, la actitud hostil de los padres, la moda de no poder contrariar a los críos, el invento de la docencia como diversión, el exótico derecho al aprobado incondicional, tantas y tan graves estupideces que conforman el hoy de una escuela inútil, decepcionante y decepcionada.
La profesión más hermosa del mundo se está convirtiendo en una profesión maldita. Y lo peor es que a casi nadie parece importarle demasiado.
Cada vez que se publica un nuevo informe PISA, el reflejo natural de todos los españoles es el de llevarse las manos a la cabeza. ¿Cómo hemos podido llegar hasta aquí? ¿Qué hemos hecho mal? ¿Quién tiene la culpa de esto? Todos llevamos dentro de nosotros un seleccionador de fútbol, un politólogo y un experto en educación que no titubea a la hora de explicar qué es lo que ha ocurrido. Uno de los objetivos más frecuentes de nuestros dardos son, precisamente, los profesores, aquellos que en un pasado fueron respetados y que, súbitamente, fueron despojados de su autoridad en el aula.
“Hablo de los profesores de enseñanza secundaria y, más precisamente de los de mi generación, de los nacidos en un lapso aproximado de quince años y que en el apogeo de su juventud/madurez extrañamente pasaron de ser competentes a ser incompetentes de manera inopinada”, escribe la profesora retirada Luisa Juanatey (Santiago de Compostela, 1952) en Qué pasó con la enseñanza. Elogio del profesor (Pasos Perdidos), un lúcido ensayo en primera persona sobre su trayectoria vital en la enseñanza desde los años ochenta hasta la actualidad, que es tanto un retrato de una generación que se propuso revolucionar la escuela heredada del franquismo como un certero diagnóstico de los problemas que aquejan a la educación española secundaria.
“Lo que me propongo es que se valore al profesor como un elemento clave”, explica a El Confidencial la profesora de Lengua y Literatura que dio clase en institutos andaluces, madrileños, gallegos, valencianos y del País Vasco. “Si la enseñanza y el profesor no están valorados, no hay nada que hacer. Si enseñas algo que puede no ser útil en un sentido inmediato pero alguien lo aprende bien y eso se valora, le va a servir siempre y le va a enseñar a aprender”.
Nos sumergimos con Juanatey en los abismos del sistema educativo español a partir de algunas de las claves que nos ayudan a entender qué ha ocurrido durante las últimas décadas.
La LOGSE, un antes y un después
El 3 de octubre de 1990, el PSOE aprueba la Ley Orgánica General del Sistema Educativo, que sustituye a la Ley General de Educación, vigente desde 1970. Con ella se propone llevar la educación a todos los rincones del país, pero para Juataney, que en su día recibió la reforma con esperanza y algo de candor, supone el principio del fin de la escuela española. “Cada vez había más institutos y era una ley de izquierdas que garantizaba la educación hasta los 16 años”, rememora la autora. “Pero lo trastocó todo porque, fundamentalmente, devaluó la enseñanza”.
¿De qué manera? Al principio, a base de conceptos que servían para llamar de otra forma a realidades que ya existían. “Pusieron en circulación palabras como motivación, como si no lo fuésemos suficientemente, o como si no fuese un estímulo tener una enseñanza pública para todos”, explica. El profesor pasó a ser un docente que tenía, entre sus funciones, motivar a los alumnos, algo que siempre habían hecho aunque quizá no se llamase de la misma forma.
“Empezó a darse una depreciación de la idea de autoridad, a la que añadían cosas como que no se podía expulsar a un alumno de clase, de lo que no abusábamos, pero que era una herramienta”, rememora la profesora. “En lugar de que la sociedad ayudase a trasladar a los niños un sentido de las normas (no se puede interrumpir al profesor, no se puede molestar a los compañeros), se produjo lo contrario”. Es el caso de la irrupción de los pedagogos, expertos en psicología que pasaron de súbito a saber mejor que los anticuados profesores lo que estos debían hacer en las aulas en las que vivían día tras día. O la obligación tácita de aprobar a los alumnos, aunque no cumpliesen los mínimos exigibles. “Empezó mal y mal ha seguido, a pesar de que todos hemos tenido algún grupo que trabajaba bien. Pero eso no es un sistema público de enseñanza que se basa en la igualdad”. El profesor no es el modelo del deportista esforzado y triunfador al que continuamente están expuestos los alumnos Fue la izquierda quien, en apariencia paradójicamente, impulsó este cambio, aunque tampoco el Partido Popular hizo nada por revertirlo, más preocupado por las privatizaciones. “Ahora es muy difícil volver atrás”, se lamenta la autora.
El día que el profesor dejó de tener razón
Entre la confluencia de factores que explican la evolución del sistema educativo español de las últimas décadas, Juataney encuentra la raíz en el descrédito del profesor, que pasó en menos de 20 años de ser un severo y a veces despótico dictador a verse desposeído de toda credibilidad. “Los adolescentes viven en una constante incitación, la sociedad de consumo tiene una cantidad de estímulos perenne que les da una serie de cosas muy dinámicas y móviles, pero también superficiales”, explica la profesora. “La figura del profesor como grupo social encarna esos valores de no tratar de ser famoso, de no triunfar, de no tener dinero o un gran coche, ni es el modelo del deportista esforzado y triunfador al que continuamente están expuestos los alumnos”.
Los profesores, recuerda la autora, no tienen mayor ambición que la de transmitir su conocimiento ejerciendo su autoridad pero siendo conscientes de que, tanto sus alumnos como ellos, lo ignoran casi todo. “Otra contradicción fue lo de que el aprendizaje no debe ir de arriba abajo”, recuerda. “¡Qué absurdo! ¿Los que nacen después enseñan a los que nacen antes? Ese absurdo se ha propagado: los profesores están anticuados, no se adaptan, no se reciclan…” La escuela pública española fue durante mucho tiempo un paradigma de igualdad, en el que había tantas mujeres como hombres (o más) en un clima de respeto y compañerismo. De repente cambió todo, y te encontrabas con que nada más entrar en clase había grupos que te recibían con un rechazo absoluto
En el debe de la sociedad española hay que añadir pequeñas decisiones promovidas desde las nuevas instancias de la autoridad educativa, como el desprecio de la memoria (“que es valiosísima para aprender; imagínate ir a la autoescuela y decir que lo que quieres es aprender distraídamente y jugando”) o el esfuerzo. “Esforzarse, luego memorizar tras haber entendido y leído, manejar textos, poner en práctica… esto es lo que te permite aprender”, explica Juanatey.
¿Mi hijo no estudia? La culpa es del profesor
Al mismo tiempo que los docentes perdían su autoridad y se veían desprotegidos ante unos alumnos cada vez más cargados de razón, la sociedad encontró un culpable propicio para todo aquello que estaba ocurriendo… Y que volvía a ser el propio profesor, tildado de acomodaticio y vago. “De repente cambió todo, y te encontrabas con que nada más entrar en clase había grupos que te recibían con un rechazo absoluto”, rememora Juanatey. “Desde todas partes empezamos a oír que éramos unos vagos. No lo éramos, simplemente no aspirábamos a grandes cosas: lo pasábamos bien preparando las clases”. Luisa Juanatey.
“De la noche a la mañana llegó lo de que no servíamos para nada, que éramos material de desguace, ¡pero éramos los mismos que el año anterior!”, recuerda, a pesar de la voluntad de adaptación de los profesores, que introdujeron poco a poco cambios como el rediseño del aula. Pequeñas alteraciones que funcionaban si los alumnos estaban dispuestos a aceptarlas, pero que “es muy distinto si lo primero que tienes que hacer es decir a los chicos que no pueden estar espachurrados sobre el pupitre, que hay que traer el cuaderno, que así no se puede trabajar, que les pidas que no se vayan a la construcción porque son jóvenes y te respondan que eso era en nuestros tiempos… Esa clase de ambiente nos desprestigió, porque empezaron a prevalecer valores que iban en contra de todo esto”.
Juataney habla del reciente ejemplo de las reformas llevadas a cabo por los colegios jesuitas de Cataluña para ilustrar por qué la educación en nuestro país es, desde hace 20 años, cada vez más clasista: “Si tú me das una clase de gente que en su casa tiene libros, que oye un vocabulario determinado y trata ciertas cuestiones, que viene a aprender y que van a mandarlos a Estados Unidos después del bachillerato, se pueden hacer maravillas. Pero también he dado clase en barracones como los que hay en la Comunidad Valenciana. ¿Qué hacemos, el modelo de los jesuitas con los chicos metidos en un cajón de obra? ¿Con quién lo hacemos, con los que han tenido suerte y estudian en un aula mejor? Esto no es un sistema público de enseñanza”.
Padres malcriadores para niños malcriados
Los alumnos no cambiaron de comportamiento, hábitos y costumbres por sí mismos. Ni siquiera únicamente por la ley ni por los medios de comunicación, aunque ambos favoreciesen el nuevo sistema de valores: los padres tuvieron mucho que ver. “Fue esa moda de que a los niños no se les puede contradecir, que tienen que ser creativos y libres”, explica la autora. “Fíjate ahora que los que lo defendían son los mismos que se han enamorado de la expresión ‘poner límites’. Pero era lo que decíamos todo este tiempo cuando nos ponían verdes por hacerlo. Poner límites es establecer normas, sancionar”.
Los nuevos alumnos, así como sus padres, empezaron a entender que podían exigir lo que quisieran. Entre todas esas cosas, recibir un aprobado sólo por ir a clase a diario: “Llegó un momento en que todos empezamos a aprobar más de lo debido, sabiendo que habíamos enseñado la mitad que antes”. En una esclarecedora anécdota del libro, Juanatey recibe la visita de un padre después de que su retoño proteste por haber obtenido un dos. El padre, tras releer la prueba, no tiene ninguna duda: “Yo le habría puesto un cero”. Parece que el profesor es alguien a quien se le exige que complazca al niño y que le apruebe
El ambiente, alentado por Consejos Escolares, inspectores, medios de comunicación y autoridades políticas, favorecía esa percepción en la que el niño tenía la sartén por el mango. “Si a los padres se les hubiese inculcado que el niño viene a respetar al profesor y a aprender unas asignaturas y no se les hubiese dicho que estas estaban anticuadas, que el profesor no era un monigote que se tenía que quedar callado cuando el Consejo Escolar decidía que un niño podía escuchar música con auriculares, habría sido muy distinto”. No son las únicas razones: un mayor número de alumnos entró en la escuela, al mismo tiempo que los padres y, sobre todo, las madres, podían pasar menos tiempo con sus retoños.
“En el colegio me gusta que los niños se diviertan”, recuerda Juataney que decían algunos padres. “Yo considero que los profesores deben hacer esto, aquello, lo de más allá… ¿Pero usted ha estado alguna vez en una clase? ¿Usted sabe lo que le toca al profesor hoy y que todo eso tiene que hacerlo en una situación en la que no se le valora ni respeta, y además el niño dice que no vale porque no es divertido?”. Una situación que dio una nueva definición de lo que debía ser un profesor: “Alguien a quien se le exige que complazca al niño y que le apruebe”, explica la autora con sorna.
Los valores de una bella profesión
Seguramente, usted también haya escuchado aquello de lo bien que viven los profesores con sus tres meses de vacaciones al año (falso), uno de los colectivos más vilipendiados de las últimas décadas de la historia española junto a los funcionarios. Quizá porque paradójicamente no encajan en los cánones de la sociedad moderna –ambición, lujo, consumo– en los que se han criado las nuevas generaciones de alumnos. “Un profesor no tiene nada que ver con alguien que lleva marcas, que se somete a cirugía estética, o que aspira a tener un yate o ser famoso”. No, explica Juataney en el libro, los docentes no quieren un sueldo mayor, que los hagan catedráticos o que los inviten a opinar en los medios (donde, dicho sea de paso, raramente aparecen): quieren hacer su trabajo con dignidad. La de profesor sigue siendo una profesión muy satisfactoria, pero los que empiezan ahora deben exigir más
Esto ha sido complicado en los últimos tiempos, una situación acentuada en los años inmediatamente anteriores al estallido de la burbuja inmobiliaria, tiempos en los que nadie necesitaba tener estudios para conseguir un buen sueldo. Pero, como recuerda la autora, una sociedad que piensa que la educación no sirve para nada es “una sociedad que se engaña”. “Si miras los terribles datos del paro, hay una gran diferencia entre los que tienen preparación y los que no. Prepararse sí que sirve, porque, y en esto estoy de acuerdo con los psicólogos, aprender siempre es aprender a aprender”. Por eso, toda una generación se encontró de repente sin nada, es decir, sin preparación, “y luego se dieron cuenta de que, aunque ya no haya rosas para nadie, tener estudios te favorece”.
Paradójicamente, se ha vuelto a completar el círculo, y muchos de aquellos a los que su entorno empujó a desertar de la escuela han vuelto a la misma en busca del esfuerzo, formación, crecimiento personal y riqueza intelectual que el colegio ofrece. ¿Y los profesores? Aunque la situación sea complicada, Juanatey insiste en que quiere concluir con un mensaje positivo. “Sigue siendo una profesión realmente satisfactoria, y me gustaría animar a todos los que tienen el deseo de ser profesores, así como decirles que exijan mucho: realmente es una vida buena la del profesor”. Y no, no se refiere al dinero, el prestigio, la adulación o la capacidad de influencia de la que carecen, y a la que, de todas formas, tampoco aspiraron.
Entrevista en el programa de RNE La tabla del 5, a partir del 5'45".
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Después de más de treinta años como docente en diversos centros públicos, la profesora Luisa Juanatey decidió reunir en un libro sus memorias y elogiar una profesión a la que cree que siempre se le exige sin que parezca que haya derecho a lo contrario, por lo que ha redactado un decálogo de exigencias.
"Exigid que ningún niño maleducado pueda cargarse vuestra clase", "exigid un sistema público de enseñanza a la altura de vuestro compromiso"... y así hasta diez, Juanatey ha reunido en su obra "Qué pasó con la enseñanza. Elogio del profesor" (Pasos Perdidos) unas peticiones con las que quiere que los futuros profesores no pasen por lo que ella y muchos compañeros han vivido.
Juanatey (Santiago de Compostela, 1952), licenciada en Filología Hispánica y ya jubilada, reconoce en una entrevista con Efe que el capítulo de "exigir" le ha salido "de dentro" y que en su libro no quiere entrar a filosofar sobre las distintas leyes educativas como la actual Lomce, pero sí centrarse en sus recuerdos, cuando entró en vigor la Logse, y defender la figura del maestro.
Vivió en primera persona los cambios que introdujo la ley aprobada por el PSOE en 1990, la Logse, época en la que observó una "gran soledad" entre los docentes.
Se quiso cambiar "todo de golpe", y "gente de izquierdas" -tal y como se reconoce ella- dio la bienvenida a la Logse para pronto empezar a ver que los chicos "no aprendían nada" o que "había que aprobarles".
Entre lo que dijo la ley progresista y lo que realmente pasó hubo "un malentendido monumental" -continúa-, "un ataque frontal contra los profesores", que de repente éramos unos "incompetentes".
Sin embargo, los docentes notamos algo que los políticos no quisieron reconocer: "Los chicos se iban de la enseñanza pública con un título, pero con un nivel muy pobre", y empezó a estar de moda el "yo me voy a la construcción a ganar 2.000 euros", rememora.
"Pero, hombre, quédate un poco más, aprende más, nunca se sabe...", les aconsejaba esta profesora.
Cuando arreció la crisis, muchos quisieron volver con 20 años a estudiar, resalta.
También dice que con la Logse se desmanteló lo que hasta entonces era la figura del profesor -"el que enseñaba matemáticas o lengua y sabía hacerlo mejor o peor"- y se les exigía un vocabulario abstruso, clases divertidas, las sillas en círculo...
Además, no se respetaba al profesor y te podían insultar por el pasillo, porque la Logse quitó autoridad y no se podía echar a los chiquillos de clase.
Opina que hace falta volver a la autoridad, pero que otra cosa es "qué se va a hacer para ello", ya que "el descrédito de las instituciones es general y no hay respeto por la figura de la autoridad en casi ningún ámbito".
Y advierte que, si las personalidades que "dominan" en un aula son las de los que no estudian, "no estudia nadie", como comprobó en algunos de los institutos por lo que pasó de Andalucía, País Vasco, Galicia, Madrid y Comunidad Valenciana.
Y aconseja en su decálogo:
1) Exigid que ningún niño maleducado pueda cargarse vuestra clase y perjudicar a los demás.
2) Exigid que ningún padre o madre pueda venir como si fuera él, por naturaleza, el que está en condiciones de exigiros nada.
3) Exigid que nadie trate de influir en vuestras decisiones, que el asesoramiento no se convierta en imposición".
4) Poned condiciones. Haced ver que sois personas con estudios que pueden enseñar una materia, no animadores ni cuentacuentos.
5) Exigid un sistema público de enseñanza a la altura de vuestro compromiso, que es de los más urgentes que necesita el país.
6) Exigid subvenciones, libros y bibliotecas.
7) Exigid que quien se encarga de vigilar rejas y administrar manivelas y llaves para que el instituto funcione materialmente no sean los profesores.
8) Exigid que desaparezca toda esa burocracia de las faltas de asistencia.
9) Exigid a vuestros profesores de pedagogía y a las autoridades que os hablen llano, que no hay ¡herramienta' ni 'vehículo? impecablemente pedagógico.
10) Exigid. Es más vuestra obligación que vuestro derecho. Pero, además, así lo haréis mucho mejor.
Entrevista en Radio Principado de Asturias. Pinche AQUÍ
Con la perspectiva que le dan más de 30 años impartiendo clases, Luisa Juanatey (Santiago de Compostela, 1952) quiere reivindicar la figura del profesor de instituto. De ese profesional que ha peleado contra viento y marea, intentando enseñar a sus alumnos, sacar adelante a los alumnos con más dificultades. "Los otros salen solos", dice. Estas experiencias, recuerdos y anécdotas las ha plasmado negro sobre blanco en Qué pasó con la enseñanza. Elogio del profesor (Pasos Perdidos), un libro que reedita y en el que van deslizando fuertes críticas a los políticos, los llamados "expertos" que opinan desde su púlpito y las autoridades y trata de explicar por qué no ha sido posible mantener un sistema educativo de calidad.
¿Necesitaban los profesores un elogio?
El profesor de instituto no es una figura pública, nadie lo conoce. No tiene voz en los medios, donde sólo hablan los políticos y los llamados expertos. Yo he pensado en mis compañeros mucho... La gente que enseña, la de mi generación, se lo tomó muy en serio. Y no trasciende. Pero sí ha trascendido una avalancha de críticas al profesor. Nadie conoce, ni por tanto reconoce, la figura del profesor y lo que hace. No intentando arreglar la situación del país, sino tratando de enseñar. Y sin embargo la enseñanza va muy mal porque ha prevalecido la opinión de los expertos.
Se empezó a hablar de una cantidad de ideas abstractas, en un lenguaje abstruso, y se dejó de hablar de los profesores. Una buena parte del desastre ha sido dejar del hablar de los profesores. Como no había nada parecido a un "elogio del profesor" decidí hablar de ello. Del día a día. Los expertos están muy bien, pero no sirven para educar. A los que éramos de izquierdas izquierdas, la LOGSE nos vino muy mal con tantas palabras.
¿Qué quiere decir que vino muy mal?
El lenguaje de la LOGSE fue nefasto para la educación. Es lo más antididáctico que se pueda uno encontrar. Hablar llano es lo más didáctico, llamar a todo de una manera distinta, no. Si a la Geografía la llamamos Conocimiento del Medio, lo único que sacamos en claro es que la llaman cono. Si en vez de "ejercicio" hacemos "actividades", eso que en la actividad física se aceptó, el "ejecicio", que el esfuerzo era bueno, en lo mental hubo que cambiarlo.
Decimos "programación" en vez de "programas" para dar la sensación de que está siempre reelaborándose. A veces un nuevo lenguaje no cambia nada, otras tapa cosas. Y luego hay puras mentiras y disimulos. Y con un vocabulario intolerable, que los que estábamos allí no entendíamos. "Procedimientos", "actitudes", "conceptos"... de repente llamábamos a todo con un lenguaje abstruso que se ha quedado, ha cundido.
Usted critica mucho la LOGSE, más allá del vocabulario...
Partíamos de una situación que era muy apañada. Enseñábamos, aprendían... no sé si lo hacíamos perfecto, pero sí razonablemente bien. Y de repente llega la LOGSE, que hizo lo que queríamos la mayoría (obligatoriedad hasta los 16, etc.) pero que nos desautorizó. Fueron años de soledad: ser partidario de la reforma, creer en la pública y ver cómo lo privatizan todo, cómo los conflictivos se iban a la pública, que los que suspenden son muchísimos, que se van a la construcción a los 16 a ganar 2.000 euros. Todo aquel ambiente de la burbuja lo vimos. Y vimos que, en virtud de eso, incluso los que no han fracasado han aprendido un cuarto de lo que podríamos haberles enseñado.
Perdemos el tiempo en decirles cómo sentarse, que tienen que coger el lápiz. Vimos que el nivel de la enseñanza había caído. Lo dijimos y nos llamaban "franquistas" y no sé cuántas cosas. Luego en Madrid ofrecen 500 centros concertados. Pagamos entre todos la privada. Y, ¿a qué van allí? A relacionarse con quien tienen que hacerlo, a aprender. ¿Y los demás? El inmigrante, el conflictivo, etc. a la pública. Y luego quitamos el esfuerzo. Quitamos la memoria. El aprendizaje memorístico se ha perdido. Dicen: "De memoria no se puede aprender nada". Fuera los suspensos. Es absurdo. Si uno se esfuerza y otro no y los apruebas a los dos...
¿La LOMCE va a mejorar la situación?
La LOMCE suena mal a los profesores, que son en general más de izquierda que de derecha. Si cambiara todo y el profesor se viera en un aula que funciona, con alguno que dé la lata pero no todo el bloque... Ahora los separan por itinerarios a los 14. Eso al profesor le suena fatal. A los 14 hay algunos que están muy mal. Puede cambiar y en un par de años estar mejor. Pero ahora es como el que se iba a la construcción. La LOMCE es de derechas, favorece la concertada, suprime la Música, las Artes, pone la Religión, suprimen los valores. Tiene una cierta reivindicación de la autoridad, pero eso no se arregla con palabras ya. Socialmente, ahora que hay un enorme desprestigio de las instituciones, vas a explicarle a uno de 14 que tiene que estar bien sentado... es imposible.
¿Ha observado mucho cambio en los alumnos durante estos 30 años?
Han cambiado mucho de forma sospechosamente repentina. Hubo una desautorización tan absoluta que los alumnos la aprovecharon. Pero no fue sólo la ley. Ha cundido mucho cierta psicología que infantiliza, que ultraprotege al niño pero evita que aprenda. Nos vendían que el orientador del centro era el que hacía algo por los chicos, pero tú estabas ahí peleándote por que el chico aprendiera algo. Ha sido un grandísimo malentendido, todo el mundo se fija en todo menos en lo que pasa en el aula.
Se detecta un cierto tono melancólico. En el libro y en el discurso.
Melancolía hay en el principio, cuando empecé a escribir y vi el declive y que esto no lo paraba nadie. Luego el tono es faltón, a veces cabreadillo, y el final es optimista. El optimismo es incurable. Cuando empecé a protestar, y cada vez más gente como yo, primero se nos echaba fuera a patadas. Ahora sin embargo las cosas empiezan a cambiar. La psicología por ejemplo empieza a decir que hay que poner límites. El niño no puede ver que hace cosas y no pasa nada. El ambiente está empezando a cambiar, la burbuja se pinchó y no pueden ir a la construcción con 16. De hecho muchos han vuelto a la escuela. Es posible que estos retornados le enseñen otra cosa a sus hijos. Que aprendan, que lo aprovechen.
Usted carga repetidas veces contra la pedagogía. ¿Por qué?
Se dedicaron a decir que el profesor era un incapaz. A predicar una especie de buenismo absurdo. No enseñaban nada en concreto. Un buen día se les ocurrió que el cero era humillante, que se ponían calificaciones del 2 al 10. Y el año que viene el 2 será humillante. Entonces partiremos del 4. Absurdo. Ese tipo de bondades, ese tipo de pedagogía absurda, sin base, que se ponía a dar lecciones pensando que éramos como tontos. Otra de las cosas en que falló estrepitosamente la pedagogía fue en distribuir contenidos de manera más gradual, novedosa. Que no se repitan contenidos. No se sigue en muchos casos una ordenación lógica. El orden del libro, que sigue las programaciones del Ministerio, es ilógico, no es psicológico. Ese trabajo no lo han hecho en 20 años. En lugar de organizar bien los contenidos han hecho lo otro. Miles de profesores hablan mal de ellos.
Todo el mundo tiene hijos o sobrinos que van a los institutos pero, ¿Conocemos lo que pasa en los colegios?
No, porque el profesor no es una figura pública ni quiere serlo. Sí se habla del desprestigio social. Nos traía sin cuidado eso. Nos valía con el respeto y que nos dejaran trabajar. Yo cuento cómo se percibe la figura del profesor. Vas a explicarEl Lazarillo de Tormes y lo primero que dice uno es "mi padre dice que qué antiguo, que es lo mismo que leía él". Ya vamos a perder cinco minutos con eso. Otros cinco con ver si traen el cuaderno, el libro. Todo eso son dificultades enormes que el profesor afronta. Pero no se habla de eso. Se habla del fracaso escolar. ¿Y cómo no va a fracasar uno que nunca trae el cuaderno?
¿Qué le recomendaría a alguien que quiera hacerse profesor?
Que vengan a enseñar pero que exijan. Que exijan un esfuerzo, que ningún niño maleducado se pueda cargar la clase, que el asesoramiento no se convierta en imposición. Que exijan un sistema público a la altura de su compromiso, que exijan subvenciones, libros, bibliotecas en el aula, que desaparezca la burocracia de las faltas de asistencia.